CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
La última vez que asistí a un cine fue para ver la obra maestra de Giuseppe Tornatore. Nunca había llorado con llanto en ninguna sala. Para un hombre educado en gobiernos militares, en fábricas de machos, consecuente del primer mandamiento, "los hombres no lloran", con número de fabricación, serie, modelo, clase, servicio militar cumplido, apto para un mercado de mujeres ávidas de un ejemplar útil para cabeza de familia, responsable, trabajador incansable, con poder de decisión, casi otro padre, fue un día inolvidable. Tal vez la vergüenza de haber llorado en público, mi traición consumada al sistema, evidenciado al encenderse las luces del Gran Rex o el contacto con el río interno que soy y que siempre traté de asfaltar con capas de rigor, fue lo que me alejó de estos lugares para siempre. El reproductor de videos, entre otras máquinas, me ayudó a cambiar de hábitos. VHS primero y compactos después engrosaron mi colección de discos y libros que acompañan mi soledad desarbolada. Volví a mirar Cinema hasta aprenderla de memoria, nunca pude de dejar de lagrimear en distintas escenas del film. Hace unos días, limpiando bibliotecas, me encontré con una copia sin abrir. Lo tomé como un desafío. Atiné a prepararme como un boxeador ante su pelea final, un combate contra mí mismo. El olor a pasto recién cortado siempre fortaleció mi corazón. Aproveché mi tarea de jardinero para repensar cada una de las escenas en las que solía derrapar. Me centré en la inicial, en el tejido de la madre que se desteje al correr hacia la puerta, como quien toma la punta de un hilo y comienza a deshilar una historia. Dicha escena siempre la sentí como un gancho en el estómago que me dejaba sin aire para los rounds restantes. La lana, sin dudas, fue mi primer celuloide, mis manos mi proyector y el rostro de mi abuela la pantalla. Nadie más me contó historias como ella. Mentiras verdaderas, resúmenes de cuchicheos del mundo de mujeres que manejaban otros saberes fue la moneda con que me pagaba horas de ovillar. Cada palabra proyectaba imágenes, una tras otra. Los momentos de acción, tensión o suspenso con los que contaba el corto metraje eran directamente proporcionales a la velocidad de sus manos. Sus películas contaban con largos títulos, magia, humor, sorpresa, pero sobretodo nunca dejaron de conmoverme. Recordé a "Don Faustino, el hombre negro que quería ser blanco", tal vez un adelanto de la vida de Michael Jackson, transcurrida en el pueblo de Rufino en los inicios del siglo veinte. Al personaje principal se lo conocía como el "empolvao", debido al talco que se pasaba por la cara después de afeitarse para empalidecer su imagen y brillar en la pista de baile del club Social. Dejó su vida en un duelo con el Negro Chamorro, disputando a punta de cuchillo el amor de Matilde, hija del propietario de la tienda Blanco y Negro. Murieron ambos en el medio de un charco compartido de sangre roja. Mi memoria también repasó a "Don Idelfonso, el hombre que cuando quiso no pudo y cuando pudo no quiso" y a "Don Irineo, el hombre que le tomó la sopa al perro". Cuando me sentí fuerte y decidido, me senté frente al televisor. Apagué las luces, alejado de cualquier trampa, no usé el botón de pausa ni puse la pava. Soporté los 123 minutos sin soltar una lágrima. Había triunfado. No sabía si me había recibido de analista cinematográfico o si mi corazón se había petrificado por completo, pero me alegré igual. Silbando la banda sonora de Ennio Morricone terminé con la tarea que había empezado. Al enrollar el cable de la desmalezadora sobre mi antebrazo a modo de madeja, sentí una descarga de sentimientos que me hicieron romper en un llanto desgarrador como la vez primera. Una niña que me observaba atónita, detrás de la reja, junto a la parada del 102, corrió a contarle a la madre. "¡Mamá, mamá, Don Víctor, el viejo loco del perro blanco, está llorando...!". La señora, asociando rápidamente lo poco que sabe de mí, no tardó en contestarle, "Pobre... se le habrá muerto el Terry".
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