CONTRATAPA
› Por Juliana Mandolesi
Eran tres. Nosotras también éramos tres. Perdón, somos tres. Mi papá estaba de cosecha, se iba por largas semanas; aquella vez quisimos ir con él. Se sacudió el pantalón pero no pudo desprenderse al trío de abrojitos hijas. No pudo quitarnos: a un hijo nunca se le quita nada, menos que menos, la alegría. Nos llevó, íbamos en la caja de la camioneta, empolvadas por la tierra que se volaba del camino, jugábamos bajo una sábana amarilla perdiendo la noción del camino que se bifurcaba en incalculables zigzagues.
En la casa del campo, las habitaciones cerradas estaban llenas de cosas. Un día encontré una llavecita negra, probé en todas las cerraduras hasta que logré abrir una. Había muchos muebles, pero en esa penumbra que parían las persianas, parecían otras cosas; todos estaban tapados con sábanas blancas para resguardarlos del polvo. No pensé en fantasmas. Pensé que lo que las sábanas escondían eran muertos - no muertos de carne y hueso como nosotras, sino recuerdos muertos- . Destapé cuatro espejos, la humedad ya había logrado hacer en ellos su estrago. En el tercero vi pasar a mi abuela, la saludé, me sonrió. "¿La vieron?", les pregunté a mis hermanas. "¿Qué? ¿El bicho bolita?", dijo la segunda.
En una de esas tardes nos habíamos quedado solas. Papá se había ido a trabajar temprano, pero antes nos dijo lo de siempre, casi en forma de ítems: 1) No abran la heladera descalzas que no hay corta corriente. 2) No toquen los enchufes. 3) Ojo con los alambrados que tengan bollero. 4) Si salen a caminar no se alejen tanto. Por último, en tono de amenaza: 5) Y más les vale que no se les ocurra meterse en las taperas...
¿Qué tapaban las taperas?, pensábamos, ¿Eran mujeres que se encargaban de tapar cosas y por eso les decían así?, ¿Por qué papá suponía que sabíamos qué eran? ¿Habrían sido ellas las que cubrieron de blanco cada espejo y mueble de la casa?
No sabíamos bien qué eran, solamente estábamos seguras de que taperas sólo había allá, en el campo. En la ciudad nunca se nombraban, en casa mi mamá jamás las pronunció, creíamos que tal vez tampoco sabía bien qué eran. O que le daban celos, porque mi papá dos por tres las tenía en la boca.
Esa tarde salimos a caminar, no por el camino sino por el sembrado. Seguíamos las hileras para no lastimar la siembra, con las manos íbamos acariciando el trigo. El sol era justo, había nubes pero no demasiadas, se alternaba el cuchillazo del sol con la pausa intermitente que regalaba la sombra.
"¿Qué es eso?", dijo una de mis hermanas señalando una construcción de maderas rotas. "No sé, -respondí- Una casita... muy vieja, supongo". Nos topamos con ella de la misma sorpresiva manera que nos encontrábamos con los alambrados que indicaban el final de un campo. A las taperas no se las divisa ni se las adivina, ellas están allí de golpe. Y de repente también dejan de estar, desaparecen. Y uno se las olvida fácilmente. ¿Existe lo que nadie en el mundo recuerda?
Le hicimos un poco de fuerza a la puerta y entramos. Eramos niñas, lo único que sabíamos era que si veíamos una puerta prohibida había que pasar.
Dimos una recorrida por el despedazado rancho. Con bastones de paraíso tanteábamos el suelo antes de apoyar el pie, por los pozos. Estaba muy oscuro y el olor no llegaba a ser tan rico como el silencio. No hay calladez parecida en otro lugar. Pensé, deseando, "me quedaría acá para siempre, qué calma deliciosa". No debería haber deseado aquello, con tanta fuerza.
Al rato salimos de allí y caminamos de regreso a la casona, estaba atardeciendo, nos habíamos alejado mucho. "Al final me dio miedo esa casa", dijo la menor. "Estaba fría", dijo la segunda. Contábamos el tiempo que nos quedaba de luz apoyando los dedos en el horizonte como nos enseñó papá; cada dedo hasta el sol son quince minutos; llegaríamos con la noche encima.
"¿Y aquello?" Volvió a decir mi hermana. "Otra casa, supongo, qué raro...", respondí. "Me dan miedo esas casas", dijo la más chica. "No la habíamos visto cuando pasamos por acá", musité. "No ¡y eso que vinimos derechito, por las hileras!" dijo la segunda.
Sin hablar ni preguntarnos nada, la decisión fue unánime: rodearla. De reojo vimos aquellas mismas paredes, las arañas anidaban como pájaros en los huecos.
Ya se podían ver los faroles, advertí "papá debe estar preocupado", corrimos. De pronto el delicado eco de las luces desapareció de súbito. Desconcertadas nos vimos en otro interior (el silencio, tan inconfundible ese silencio). Y el recuerdo de papá: "No se van a querer meter a las taperas. No se les ocurra. Cuidado con las taperas". Aquellas palabras resonaban en la mudez de las paredes ningunas, olvidadas.
Nos saludaron las arañas con una ensayada mueca. Ahora no podemos contar el sol con los dedos, no encontramos puerta ni ventana, nos ha tapado el silencio. Apoyando las manos desde la tierra húmeda, vamos subiendo dedo a dedo por la pared, hasta donde nos lo permite la estatura. Contamos en los ladrillos, los muchos quince minutos que faltan para llegar, por fin, a casa.
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