CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
La entrada a la casa de la chacra estaba precedida por dos hileras de sauces, que partían de un camino interno, al costado sobresalía un gran galpón de ladrillos con techo de chapa a dos aguas para guardar cereal y donde dormía a veces un viejo tractor marca Pampa.
No era raros que en las siestas, en uno de esos sauces ataran un caballo de andar. Para usarlo luego de la recorrida en busca de caballos que pastaban en los potreros y que usarían en diversas tareas del campo. No era raro que ese caballo, luego de horas de estar allí, entre el orín y las moscas se mostrara molesto. Tampoco era raro que yo me acostara debajo de algunos de esos sauces aún jóvenes, con mi espalda sobre la mullida gramilla y con una revista de historietas dejara pasar morosamente las horas, mientras los mayores dormían su siesta.
En otras ocasiones dejaba a un lado la revista y miraba el cielo a través de las ramas de esos sauces que filtraban el sol por las nervaduras de las hojas, que gracias a la luz se pintaban de un verde muy pálido, más pálido que el verde natural de esos árboles, que apenas movían esas hojitas con una brisa tenue y quizás intermitente.
No era raro que los moscardones, atraídos por el acre orín del caballo, revolotearan con ese zumbido molesto.
Esos sauces, esos moscardones y aún las moscas más silenciosas, ese pequeño vaho de orín y sobre todo esa quietud ha quedado flotando en algún lugar no sé si feliz, pero agradable de mis más remotos y lejanos recuerdos de esa infancia suspendida como un brevísimo abrojo en la quietud solitaria de la llanura inabarcable que fue la matriz - tal vez- de toda escritura. Que de algún modo también inesperado aparece siempre en aquello que uno no elige a la hora de sentarse a escribir. Son los núcleos que a uno "le han sido dados" (la frase es de Borges) y que no puede eludir.
Inútil aclarar que esa casa, que rodeaban los mandarinos olorosos ya no existe, ha sido tapada con tierra y se le ha sembrado soja encima, pero no hay nada que pueda sacármela de la cabeza de seis años, porque esa idea tira con la fuerza de cinco percherones oscuros, con los garrones sin tusar, llenos de abrojos, con los inmensos vasos partidos, que nunca tocaron el martillo y el punzón del herrero.
Porque la realidad puede ser modificada en lo real, pero nunca es tan importante como para sacarla de cuajo de la percepción, que siempre es más pertinaz y más esquiva a los avatares que traen los cambios. Y máxime cuando se aloja en la imaginación de un niño.
Quedan otros recuerdos, un tanto más vagarosos, como éstos pueden serlo pero también tienen la persistencia de una cigarra que perfora el verano con su sierrita demoledora, esas cigarras que nunca vi porque se metamorfoseaban entre las hojas de los fresnos o el follaje de las parras que soportaban también esos racimos seductores y dulces que bien valían un reto si uno se atreviera a robarse uno, a distraerlo de la rigurosa contabilidad de la abuela o la más que laxa mirada de mi madre que más de una vez disimuló el hurto y fue cómplice de sus hijos porque comprendía que ese deseo imperioso alguna vez la vida se encargaría de troncharlo con mayor violencia y desamparo, con la impiedad de los años que vendrían, durísimos.
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