Lun 26.01.2015
rosario

CONTRATAPA

Ronroneo

› Por Víctor Maini

De tanto en tanto se regalaba por un día una prole prestada. Su pieza de soltero lo lanzaba en busca de afectos palpables. Con un silbido fino se abría paso en las quietas mañanas de domingos cual sirena de un barco en medio de la bruma. Tres golpes con la punta de su mocasín recién lustrado era su manera de llamar a la puerta, ocupados sus brazos con todo lo necesario para el almuerzo. Se presentaba como amigo de la familia. Para mí fue uno de los tíos más queridos. No sólo aparentaba estar siempre alegre, sino que sabía transmitirlo mediante ocurrencias, chistes malos y trabalenguas. Jurado de un "Si lo sabe cante" de entrecasa, hacía sonar un llavero dentro de un vaso de vidrio como chicharra para interrumpir al concursante. Me gustaba ser su ayudante a la hora de hacer el asado. Don Roberto parecía disfrutar tanto del fuego como de la cocción misma de la carne. Me enseñó distintos estilos de encender hogueras, desde el método indígena, con dos o tres maderitas y soplando despacio, pasando por el modo urbano con carbón sobre la parrilla, hasta llegar al sistema del camionero envolviendo una botella de vidrio vacía con tiras de papeles de diarios. Estaba convencido que ser perdedor en la vida era traicionarse a uno mismo y no había peor traición para él que la de encender el fuego con la ayuda de un combustible líquido. Mientras salaba la carne o limpiaba los hierros calientes con grasa, nunca dejaba de silbar o tararear distintas canciones conforme con su estado de ánimo. Me sorprendió la vez que lo escuché ronronear, con sus labios pegados emitía un sonido extraño, un zumbido ancestral, un grito aletargado, similar a un quejido. Me acerqué con disimulo para escuchar mejor y creí reconocer los acordes de "La pulpera de Santa Lucía". Cuando le pregunté por dicho murmullo se puso nervioso, como si le hubiera descubierto un secreto. Apuró las palabras, me habló sobre la importancia de nombrar los lugares en las composiciones, que otra hubiera sido la historia si Blomberg no la hubiera ubicado geográficamente a la rubia de ojos celestes, agregó el ejemplo de Manuelita con Pehuajó, discurseó sobre la Mazorca, Lavalle, la década del 40 del siglo XIX y no sé cuántas cosas más.

Esperé con la paciencia que él mismo me había enseñado para encender una fogata y repregunté. "Tío, ¿por qué no la silbó, cantó o tarareó como siempre hace? ¿Por qué la ronroneó?"

Se limpió las manos con un trapo rejilla, encendió un cigarrillo con una brasa y sentí la sensación de que me hablaba, por primera vez, de igual a igual. "La locura es un ruido que traemos todos. Mi madre me contó alguna vez que de bebé, mientras me prendía de sus pechos buscando el vital alimento, hacía el mismo sonido. El arte es lo que nos permite transformar ese susurro en una melodía armónica. Al loco del artista lo divide una línea muy pero muy delgada".

Pasaron muchas más comidas chatarras que costillares a lo largo de mi vida mistonga. "No sé si vale la pena que vayas a visitarlo, Roberto no reconoce a nadie, a él le va a dar lo mismo y vos vas a salir hecho pomada...", fueron las palabras de Don Ferreti, compañero de pensión de toda la vida. Imposible traicionarme. Ingresé al internado silbando fuerte, con el ímpetu de un rompehielos ante el témpano de la muerte. Mientras esperé que lo trajeran a la sala de visitas, me mostré alegre, hice reír a varias bocas desdentadas recitando dichos populares anticuados y haciendo unos burdos trucos con un mazo de cartas españolas.

Desde una silla de ruedas, con ojos en otro mundo y una voz desconocida, me dijo: "¿Quién es usted, que quiere, es cobrador o policía?". Me quedé callado, sólo atiné a mirarlo como quien observa una llama a punto de extinguirse. En un momento sus manos descontroladas comenzaron a golpear la mesa acompañada con un ronroneo inarmónico, nervioso y sin sentido. Me acerqué por detrás para no asustarlo, puse mi boca cerrada cerca de su oído derecho y comencé a susurrarle "La pulpera..." una y mil veces buscando en la magia de la música un último milagro. Centré mi atención en sus manos como espejo de su alma enferma. En un momento comenzaron a serenarse, parecieron tomar vida propia, como dos colibríes danzaron en el aire al compás del legendario vals. No dudé en girar su sillón y mirarlo de frente. Sus ojos de agua ya portaban una mirada terrenal. Antes de abrazarme, con un tono de voz familiar, me dijo: "Sobrino, ¿sos vos?".

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