CONTRATAPA
› Por Juliana Mandolesi
Apenas nos declarábamos en la cara la palabra Traición. Mi hermano y yo llegábamos a ser, a duras penas, dos conocidos. Yo sabía de él lo inocultable: su malicia; y el sabía de mí, acaso, que me llamaba Norma, que conmigo habían venido algunos de sus males, y que a los otros, los había atraído mi ojo desviado. "Uno está aquí, ahora, mirándome. Pero, ¿y el otro?", decía, "El otro está mirando al diablo, Normita, al diablo". Yo moría de miedo porque no podía ver de lleno a ese diablo que nombraba. Sí veía, en cambio, una delgada línea roja que recorría los contornos de mi ojo; antes yo estaba segura de que se trataba de un simple derrame, pero ¿y en ese momento? que lo que creía y el espejo revelaba como una pequeña hemorragia no era ya más un poquito de sangre en el ojo, sino la cola de un diablo, ¿qué debía hacer? ¿Estaba perdida? La idea me atormentaba.
Yo le creía porque cuando me lo decía, los ojos se le ensanchaban en las mejillas, redondos, gordos y celestes; abría la boca inmensa para decirlo, como cuando se confiesa un gran descubrimiento. El sólo hecho de ser mayor que yo le otorgaba un don con el que lograba convertir en realidad todo lo que decía. Yo todavía era blanda, no había sido traicionada porque no había notado aún las traiciones; todo lo que me ocurría eran padecimientos de culpa propia, por llevar el diablo adentro, por estar maldita.
Un fuerte chaparrón, una noche, invitó a mis padres a irse a la cama temprano. Nosotros habíamos quedado en la calurosa galería con la luz cortada. La llama amarilla de una vela dibujaba la cara de mi hermano, las puertas y los ventanales vibraban por los truenos. "El Nene", que así lo llamábamos en mi casa, tenía la mirada clavada en la mesa de madera, inmóvil; yo miraba esa inmovilidad pero no me atrevía a quebrantarla con alguna palabra. ¿En qué pensaba tan duramente? La luz blanca de un rayo le desfiguró las líneas que había formado la vela, su mueca se volvió más gruesa, siniestra. Esperó el trueno y junto con el retrasado ruido me miró fijamente; nos quedamos mirándonos unos instantes.
Cuando no pude sostenerle más la mirada y bajé los ojos, él apagó de un soplido la vela y soltó una carcajada enorme y maldita. Yo me sostuve las rodillas y metí entre ellas mi cabeza, los rayos seguían refulgiendo en el cielo. Su voz, muy lejos, ya perdiéndose en los pasillos de la casa, dijo: "No le tengas miedo al diablo, nena, no te va a agarrar. Ya lo tenés adentro: en tu propio ojo".
No sabía qué hacer con ellos (con mi hermano y con mi ojo). Un día probé de arrancarlo, en el áspero galpón que teníamos al fondo del patio. Revolví el cajón de las herramientas, mi padre era veterinario así que siempre había dando vueltas algún bisturí; lo tomé decidida y con mano firme, pero cuando sentí la espina helada de la gillete en contacto con el párpado y después el filo, que hizo caer tres gotitas rojas en el cemento, me ardió demasiado la vista y tuve que detenerme. Mamá irrumpió en el galpón y de un zarpazo me tomó por el hombro arrojándome al patio y gritando como una loca que la Nena, o sea yo, le había salido mal de la cabeza y que por qué Dios la había castigado de ésa forma.
Me encerró en la pieza y allí me dejó, como una más de mis muñecas, sin agua y sin cena durante dos días. El Nene me mandaba notitas por debajo de la puerta, por la noche hacía ruido de pasos y respiraba en el pasillo. Yo lloraba largamente bajo las sábanas cuando desde el techo veía volcarse sobre mí cada una de las telarañas; líneas rojas, como espadas, descendían hasta mi cuerpo casi embalsamado por el miedo y se introducían una a una en mi ojo que mira al diablo. Casi tengo la certeza de haber oído a mi hermano susurrando cada cosa que iba ocurriendo, como si él supiera, presagiase o provocase cada uno de aquellos acontecimientos macabros.
...
Yo tenía una amiga nueva, Mónica. Moniquita. Nos hicimos íntimas, pasábamos todas las tardes jugando en su casa.
Un desgraciado día decidió aparecerse en la mía y darme la sorpresa. Mi madre la hizo pasar, yo la llevé directamente al patio donde jugamos con mi gatita Rosa toda la tarde. Cuando mi hermano salió al patio (creí que para sabotearme la alegría una vez más) y nos vio, se tomó la cabeza con las manos y se metió de nuevo a casa. Yo fui, espantada por su expresión, a preguntarle qué ocurría. Me dijo que Rosa se iba a morir de pestemona, "¿No te das cuenta?" decía, "¿No te das cuenta que esa chica está enferma? ¿No le ves todas las pecas que tiene en la mano? Le va a agarrar pestemona a Rosa, vas a ver, en uno o dos días se muere, por tu culpa. Se le van a meter todas esas pecas en los órganos y se va a morir". La profecía de mi hermano había sido arrojada al mundo al salir de su boca, como siempre.
Me sequé las lágrimas y le pedí a Mónica que por favor se vaya, que ya era tarde.
A los tres días, Rosa murió. La terrible profecía se había cumplido al pie de su voz. Él era, para mí, poderoso y atemorizante; no puedo sino recordarlo enorme, de espaldas muy anchas, con los ojos más grandes y más celestes que haya visto alguna vez.
...
Mi traición fue juntarlos, al Nene y a Moniquita.
Logré que ella venga a casa cada vez más seguido, la invitaba a dormir, a comer. El, desconcertado, me repetía con desesperación todos los días aquellas palabras sobre la terrible enfermedad de la pestemona, que me iba a morir, que estaba loca; pero en secreto yo llevaba al pie de mis acciones mis estrictos recaudos de higiene. Enferma y todo, ella se había convertido como en mi hermana, y me daba no sé qué empujar a esa nueva hermana a los brazos del Nene, el brujo aquel.
Yo permitía animosamente que Mónica se mida mi ropa, que era bien más ceñida que la suya y resaltaba el busto que ella ya tenía y que yo no, mis vestidos marcaban cada una de sus curvas prematuras. Y mi cruel hermano no podía evitar ese desierto en la boca de observarla vestirse por el filo de la ventana de mi habitación. Yo había descubierto, después de tantos daños, aquella debilidad suya, que era como haber encontrado la lanza destinada a ser clavada únicamente en el pecho de su maldad.
Al pasar de un mes logré engañarlo por completo, conseguí que se rectifique con respecto a su diagnóstico errado sobre la enfermedad pestemona y mi amiga. "¿No ves? ¿No ves que yo no tengo nada y pasamos todo el día juntas?", le decía, mientras revelaba mis dos manos blanquísimas, sin pecas. Aceptó que la muerte de Rosa fue sólo una casualidad. La traición es un juego de poderes. Eliminé cada una de las cosas que lo separaban de Mónica.
A los días el Nene ya estaba charlando amenamente con ella en el patio, dejé que mis vestidos ajustados y los atributos de una casi mujer lo atraparan. Los dejaba solos a los dos largo rato y los espiaba, desde el oscuro galpón donde un día me tajeé la cara. Con los dedos temblorosos bordeaba los contornos de esa cicatriz.
Por fin el tímido beso.
Estaba hecho. Mi hermano había enfermado de pestemona. Yo había lanzado contra él su propia profecía, y al pensar en ésto el ojo que mira al diablo me arde bastante.
A la semana cayó en cama; conté ansiosamente los días. Los médicos dijeron que había pequeñas manchitas en sus órganos, que era un caso único en el país. Había poco para hacer, dijeron, con una enfermedad así de poderosa y nunca antes descubierta.
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