CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Las hojas caídas del otoño no siempre son las que nosotros alguna vez recordaremos.
No son ni siquiera aquellas hojas solitarias de los plátanos que ya no perviven sino en la memoria empecinada, porque aquellas hileras simétricas de árboles añosos fueron talados sin piedad, ante la indiferencia de los habitantes de entonces, en mi pueblo. Pasaron muchos años, tal vez treinta, aunque aquello que arremete nuestra vida y nos deja una herida perdurable nunca deba ser olvidado.
En realidad todo oprobio debe ser recordado hasta el último suspiro, hasta el último segundo de nuestra vida y debe ser sin olvido ni perdón, porque no se debe disponer de las cosas por uno mismo sin el consentimiento de los otros. No por resentimiento sino porque se debe tender a que no se repitan las situaciones que lastiman a los demás. No obstante se repitieron muchas veces esos hechos que conllevan desprecio, aunque no en esa magnitud pero con la misma saña y perversidad.
¿Qué son estas hojas que hoy pisamos?. ¿De qué recuerdos estarán hechas el día de mañana?. Estas hojas de la calle Necochea, también son de plátanos, pero en principio son mucho más pequeñas que aquellas lejanas ya que los árboles también lo son, y uno tampoco tiene ésa es la pena dieciséis años y las sensaciones de nostalgia son tal vez más lacerantes porque se mezclan a través de un mar de distancia, de lava oscura donde se juntan otras historias con la vida personal, la del país que aparece cada vez más injusto y con las pasiones más lavadas, más carentes de sueños como si todo se hubiese acanallado, se hubiese retraído sobre sí mismo y sólo fuera posible vivir de rodillas, inmersos en una miseria sin fin. Son las mezquindades de los tiempos que nos tocan en suerte, las que no fueron tenidas en cuenta en los sueños de nuestra juventud ni siquiera como una eventual pesadilla pasajera.
Volviendo a los plátanos, muchas veces los supongo con pensamientos propios como el álamo carolina del gran Haroldo Conti, imbatible en la memoria, para decirlo con sus palabras.
La majestuosidad de los plátanos siempre me ha conmovido, me ha hecho sentir pequeño y ya en la adolescencia los paseos junto a alguna niña lánguida y esquiva, con sus trenzas rubias que eran el centro de toda la tarde, sin saberlo, nos ponía prematuramente melancólicos, como si esa sopa gelatinosa que llamamos por comodidad: nostalgia, no nos hubiera acompañado por toda nuestra vida.
Paradójicamente estos plátanos de la adultez son magros, son jóvenes, más que humildes, pero aun en esos troncos delgados, con esas hojitas chicas pero que nada tienen que envidiar a aquellas hojas grandes como la distancia que nos pone cada vez más lejos de todo y de todos.
Amo los plátanos, ya sea por su sombra propicia en verano que muestra esa lengua invisible de frescura o la maravilla de óxido en Otoño que nos pone en verdad en un mundo donde la miseria no nos toca y no nos dieran ganas de escaparle a tanta injusticia y desatino de los hombres.
Y también la noche donde se ponen frailes negros, ogros con sus capas oscuras, mientras caminamos pisando esas hojas como si estuvieran allí solamente para que nosotros las pisemos y con ello nos sintamos bien. Y por qué no creer que al alba el mundo va a aparecer de verdad como recién hecho, y mucho menos miserable de los que es en realidad, quiero decir que de sólo pensar que mientras estén estos plátanos de la calle Necochea me habré de sentir bien, casi como cuando me paseaba bajo los airosos plátanos de mi pueblo y mientras ellos existan a mí la densa red de hojas tan ocres me hará sentir muy bien.
Y los seguiré prefiriendo ante los numerosos árboles, también hermosos y tal vez más opulentos, que pululan gratamente por toda la ciudad.
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