CONTRATAPA
› Por Marcia Bredice
Tiene los dedos entrelazados sosteniéndose la pierna. Se sostiene con ambas manos la pierna izquierda mientras cruza la otra, la derecha, sobre aquella ligeramente elevada. No llama la atención el dije que le pende por encima de la solapa de la camisa negra más que la mirada con la que observa un punto ignoto hacia su costado izquierdo. Para ese lado gira el mentón. Duramente gira el mentón y entrecierra las pestañas para poder distinguir un punto fijo.
El tiempo real se ha roto. Literalmente, se ha roto. El tiempo real queda detenido en la mirada de la mujer de camisa negra con dije de piedra verde (el dije lleva engarzada una piedra verde) que mira al infinito mientras mantiene cruzadas, como en una gracia casi de contorsionista, las piernas.
¿No será mucho? ¿No será mucho, para una mujer, cargar con una mujer a cuestas? No con cualquier mujer, sino consigo misma a cuestas. Con la mujer que muchas veces una querría arrancar de arriba de los hombros y tirársela a los perros.
Esa mujer que mantiene ligeramente elevada su pierna izquierda y a la que le cuelga un dije con piedra verde incrustada es la misma que respira como si estuviera cruzando un desierto. Esa mujer cruza un desierto, su desierto.
Le pesan en los ojos y en la boca tres o cuatro décadas. Lleva la mujer más de tres o cuatro décadas cruzando el desierto, muriendo, cargando consigo misma a cuestas.
Esta mujer carga sobre los hombros una o dos toneladas. Se le notan en las dos o tres arrugas que se esbozan al costado de las sienes, donde se pierde el párpado fijo y comienzan a nacer los cabellos.
A esa mujer le pesan tres o cuatro décadas de toneladas, una o dos toneladas de desierto.
Tiene la mirada fija en un punto a cuestas, tiene un montón de piernas cruzadas sobre las sienes.
No llaman la atención ni la camisa ni el mentón ni las pestañas, sino las dos o tres arrugas, las cuatro o cinco toneladas.
El tiempo real se ha roto. Literalmente, se ha roto. Se le arrugaron las sienes, la camisa; se le empozó todo el tiempo en las pupilas, en las pestañas.
A esta mujer, tan cruzada de piernas, tan piedra pendiendo, tan pesada, se le arrugó la camisa, se le arrugaron las sienes de cruzar los desiertos con ella a carga. Por eso cruza las piernas, por eso mira el desierto, por eso carga sus cuatro o cinco toneladas.
La mujer lleva tres hijos en las entrañas. No la dejan dormir, se le escapan de entre sus piernas cruzadas. Los hijos le suman otras siete u ocho toneladas.
A esta mujer tan cargada de hijos, tan quieta en su cruce de piernas, tan montada en guardia, le nacen de los ojos desiertos, le nacen hijos de la nada. Los hijos son las arrugas y son la piedra incrustada, le penden de los dijes, de los ojos, de las nalgas.
Cuando esta mujer respire, el tiempo real volverá a su marcha. Desentrelazará los dedos, descruzará las piernas, dará seis o siete pasos y se diluirá en la nada.
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