Jue 12.02.2015
rosario

CONTRATAPA

"Negros": un análisis ontológico

› Por Manuel Quaranta

- Quiero ir a casa, mamá - lloraba- . Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.

Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.

El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio

- ¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? la voz era dura y malévola. Antes de que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.

- A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.

El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.

- Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.

Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde.

Germán Rozenmacher, "Cabecita negra", 1961.

En Argentina, encontrar negros de verdad, es una gestión compleja: un proceso de exterminación empírico y simbólico que comenzó en el siglo XIX logró materializar el viejo sueño del Censo Nacional realizado a mediados de 1895: "No tardará en quedar la población unificada por completo formando una nueva y hermosa raza blanca". A modo de prueba, cien años después, Carlos Saúl Menem, en una Universidad estadounidense, diría: "En Argentina no hay discriminación porque no hay negros".

Ahora bien, si desaparecieron todos los negros de nuestro país, ¿a quiénes llamamos, con tanta seguridad, de esa manera? El interrogante sirve como puntapié para activar un impostergable análisis ontológico: el estudio del negro en tanto negro.

La primera aproximación indica que en la actualidad se le dice negro al viejo y entrañable "cabecita negra". Revisemos, a partir de Wikipedia, este concepto: "El término se utiliza para denominar despectivamente a un sector de la población difícil de definir con precisión, asociado a personas de pelo oscuro y piel de tonalidad intermedia, pertenecientes a la clase trabajadora". Creo que el lector coincidirá, luego de leer el fragmento, que nuestro negro de hoy es el "cabecita negra" de ayer.

También aclara la enciclopedia que la calificación fue utilizada siempre por las clases medias y altas en Argentina. Clases a las que todo el mundo quiere pertenecer. Incluidos los negros, por supuesto. Sin embargo, esta esperanza, simultáneamente, produce terror en las capas medias altas y medias bajas: ser confundidos con los del fondo. Así se explicaría, quizás, el rabioso rechazo hacia el reparto "indiscriminado" de netbooks del Programa Conectar Igualdad o la descalificación permanente de Tecnópolis, bautizada, por ciertos sectores Negrópolis (¿es mera casualidad que ambos ejemplos pertenezcan al ámbito tecnológico?).

¿Cuándo nace el término?

El cabecita negra aparece en Buenos Aires en la década del '40: surge, justamente, con la llegada del peronismo al poder y con la migración masiva de trabajadores del norte del país hacia los márgenes de la capital y otras grandes ciudades, conformando un nuevo paisaje urbano: la fiesta del monstruo en su máximo esplendor.

Bien.

Finalizada la introducción histórica, abrimos el paso al análisis ontológico.

Vamos a expresarlo sin ambages, la característica esencial del negro es la siguiente - agradezco la precisión a mi amigo D.M.- : se mete donde no lo llaman. Es el eterno problema del negro, ser un intruso permanente, todos los días de la semana, las veinticuatro horas, generando, con su sola presencia, una dramática inquietud: ¿A qué viene? ¿Por qué me toca timbre? ¿Qué culpa tengo yo?

En su libro "El racismo en Argentina", Pedro Orgambide escribe: "El desprecio por el cabecita negra, su rechazo por parte de la pequeña burguesía liberal y democrática, muestra hasta qué extremos el prejuicio impregna nuestras racionalizaciones [...] Ser diferente, ser gente, ser bien, significa no tener nada en común con ese intruso, que nos recuerda un origen humilde, de trabajo, de pequeñas humillaciones cotidianas. En esta fantasía, el pequeño burgués transfiere sus propias carencias al cabecita negra: el otro es el indolente, el ignorante, el poca cosa, el advenedizo".

En una palabra, el negro es el Otro, el extranjero total según la visión pequeñoburguesa del mundo - sostenida, para nuestro desvelo, por muchos elementos que no pertenecen a esa clase e impugnada, para acrecentar nuestro entusiasmo, por elementos que sí- , la cual rechaza de raíz cualquier heterogeneidad. Lo explica mejor Roland Barthes en Mitologías: "El pequeñoburgués es un hombre impotente para imaginar lo otro. Si lo otro se presenta a su vista, el pequeñoburgués se enceguece, lo ignora y lo niega, o bien lo transforma en él mismo [...] Es que lo otro es un escándalo que atenta contra la esencia". Es decir, la esencia del negro pondría en peligro la esencia del blanco, y como la visión del blanco es la visión universal, la esencia del negro debe ser destruida o, en su defecto, domesticada. Este último fenómeno se produce en ocasiones muy precisas: cuando el negro, objetivamente, "está al servicio de uno". Cuando gana su pan con sudor - y algo de humillación- , en ese momento, los discursos sobre los negros viran para transformarlos en "laburantes". El negro deviene trabajador - siempre a punto de volver a ser negro- sólo si se amolda a la visión pequeñoburguesa: el negro está para limpiar o hacer mandados - ser mandado- . Ese es su lugar. Donde, casi nunca, molesta: al negro se lo tolera, paradójicamente, mientras no sea negro.

Pero salvo aquella excepción - y quizás cuando los negros todavía son niños, piensen en el caso del nene que murió desnutrido en el Chaco- , los negros son siempre - y esta es otra característica esencial- "negros de mierda". Expresión que no requiere de un examen demasiado exhaustivo para comprender su sentido, aunque sí es preciso destacar su condición plural, pues resulta simbólica del pensamiento esencialista: un negro es todos los negros. No obstante lo cual viene ganando terreno otra expresión que algunos consideran menos ofensiva, pero que en el marco de nuestro análisis se revela imprescindible: "negros de alma".

Negro de alma significa que hay una esencia "negro" que se despliega desde el principio de los tiempos - aunque con distinto nombre- capaz de impregnar a cualquiera. El negro de alma es aquel que, por ejemplo, cobra $5000 de salario al mes y tiene un celular de $9000. Un peligro latente: ¿y si me confunden?

El examen ontológico del negro permite afirmar: los negros, a diferencia de los blancos, son esencia pura. Si roban es porque son ladrones, si matan porque son asesinos, si toman porque son borrachos, si violan porque son violadores; en cambio, los blancos - faltaría su análisis ontológico, aquí una simple intuición- , modelos universales de la moral, jamás esencias - refutamos a Barthes- , cuando roban son gerentes, ejecutivos o grandes empresarios, cuando matan cometieron un error, cuando toman se divierten y si violan la culpa es de la mujer.

(Nota: la división tajante entre negros y blancos es una fantasía. Dentro de cada sector existe una cantidad indefinida de matices imposible de aprehender en este análisis; un caso paradigmático: elementos que serían considerados, a todas luces, "negros" califican de negros a otros que estarían por debajo de sus condiciones. Por otro lado, el término blanco es demasiado impreciso ya que, al ser el modelo de lo natural, nunca se pone en evidencia. De hecho, en el ámbito en el cual estamos trabajando, negro no ese opone a blanco, como rico a pobre. Aclaramos, entonces, que nuestra referencia apunta hacia sectores medios - bajos o altos- que se proyectan así mismos como la visión universal y auténtica del mundo).

Conclusión:

La operación de esencializar al negro logra borrar su carácter histórico - examinemos las múltiples denominaciones (indio, cabecita negra, villero, grone, morochito, bolita, etc.), pero unificadas por una misma esencia- y en ese borramiento se lo elimina del mundo, un negro nunca tiene historia - siempre es igual- , y, consecuentemente, no tiene nada para decir, para contar, aunque, mal que les pese a muchos, es posible abrir intersticios dentro de una sociedad, en apariencia homogénea, por los que se filtren las palabras de los negros, sus temores, alegrías, deseos, miserias, tristezas, como ahora, que Desconfianza, un gran poema de Camilo Blajaquis, comienza a transcribirse solo:

¿Y si me pongo a gritar y no te bailo el olvido?

¿Y si te niego el licor que embriaga las ideas?

¿Y si te escupo el uno en un millón?

¿Y si mi presencia inquieta todos tus planes?

¿Y si mi corazón vomita todo tu veneno?

¿Y si no me matás y quedo en eterna agonía?

¿Y si te devuelvo con abrazos todas tus piñas?

¿Y si mis odios no te tienen en su lista?

¿Y si me recibo de irreversible?

¿Y cuando el premio ya no sea el castigo?

¿Y qué onda si soy un caso muy extraño?

¿Y qué onda si estoy orgulloso de tu desprecio?

¿Y si lo más inspirador fuera tu desconfianza?

¿Y qué onda si mis preguntas sorprenden también a mi pasado?

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