CONTRATAPA
› Por Beatriz Suárez *
La "Peña náutica Bajada España" es uno de los clubes de pesca que ha sobrevivido las múltiples debacles argentinas y quedado en pie junto al Paraná para hacerlo respetar, entre otras cosas.
Es, además de un enorme muelle para pescar, una guardería náutica de veleros, botes y canoas anclada prácticamente en el cero de calle España donde muchos rosarinos (como yo) tienen una embarcación deportiva para salir a navegar y así caerle bien a Dios recorriendo uno de sus más hermosos ríos.
No es un club de gran categoría ni sus socios andamos con bermudas blancas, remeras rayadas y llaveros de plata. No. No es un centro de reunión de empresarios con yate y enormes dorados en reeles importados. Andan gatos bajo las últimas Bignonias del continente y muchos bagrecitos se juntan a picar las migas que Graciela (la cocinera del bar) tira después de limpiar la fuente de empanadas de Armado más ricas que se hayan hecho jamás.
En el pequeño patio aledaño al marrón del agua un grupo chico de señoras sencillas y entradas en edad juegan una partida de canasta mientras los hombres hablan de motores, anzuelos y otras supersticiones fuera de borda.
Somos socios de orilla y confidencia que hemos hecho una solicitud maravillosa al más allá del placer pidiéndole que se quede y nombre lo posible cerca del corazón, lejos de la burocracia y los bancos que acechan a pocas cuadras.
Botes baratos en su mayoría duermen en el agua, pasan la vida húmeda, enormes de lluvia, transcribiendo oxígenos e hidrógenos infinitos o dándole terapia intensiva a la madera con barniz marino, cruzadas simples que dibujan sábalos o surubíes en las actas supremas del penúltimo delta.
Es un lugar pequeño e insólito donde vivimos embarazados de algo que no puedo explicar, hay filiación de yarará y salidas al banquito como cualquiera pero con aparejos donde el expediente permanece olvidado y la reina es la luna en el baúl del cielo cuando esas noches de verano asoma por el horizonte viejito a hacernos sentir que hemos nacido a eso de las ocho y veinte.
Quiero hablar de la Peña pues ahí se escuchan los latidos afluentes, la tristeza fluvial y el fantasma de todos los isleños que se anima a la urbe por un rato.
No hay tipos estrafalarios ni platos exquisitos ni izquierda y derecha de sauce que valga en la política de medio mundo.
En la Peña parece que la ciudad se hubiese jubilado. Que un bote pequeño con remos de ortiga dejara su veneno para siempre. Que el dolor fuera a hacerse poema.
Esos viernes invictos en que llega mi alma y consigue abrirse. En el pontón salen latidos de mujer que flota sin guardia, ni nación, ni enfermedad, ni mala leche.
La Peña, un lugar en este mundo. Para hacernos socios de la historia humana. Del agua. De la alegría en cantidades locas.
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