Mar 31.03.2015
rosario

CONTRATAPA

Mujeres

› Por Ezequiel Grosso

Antes de la fotografía y el cine, antes del daguerrotipo, del cómic y de la multiplicidad de tatuajes que desbordan los cuerpos. Antes, incluso, de la construcción mítica de la antropología forense y sus secuaces, de ese no sé qué ovillito de lana que se extrae de un fósil vetusto y maltratado. Antes de los radioteatros y las telenovelas, antes de los videojuegos y las advocaciones de Pixar, los que contaban las historias eran fundamentalmente los libros. Bien puede denigrarse esta idea hablando sobre los bustos que César desparramó por toda la república. O sobre la diferencia abismal entre el orden jónico y dórico de las columnas. O las transparencias pictóricas de la dramaturgia. Pero como a fin de cuentas cada cual lo que hace es defender su propio rubro yo prefiero decir con Mallarmé que el mundo existe para que existan los libros. Y a decir verdad, no sé si estoy dispuesto a acceder a algún tipo de entredicho.

Basta juntar el coraje suficiente y sostener entre las cejas un título que evoque alguna antigüedad de nuestras maneras, para entender de una vez y para siempre que la máquina del tiempo existe, definitivamente está hecha de palabras.

Intrincado resulta, sin embargo, no complacer que dentro de nuestra historia hay valerosos registros que indefectiblemente se han perdido en la marea incontenible del tiempo y los espacios que lo habitan. El de la relación sexual, por sólo dar un ejemplo, es uno. Bien puede Kierkegaard hacer sus relatos de conquistador de damiselas y consagrarse como el primus inter pares de los rompe corazones; bien puede Raymond Radiguet traicionar todos los valores bélicos de Francia y sus escrupulosos soldados haciendo de la infidelidad el fundamento primero del amor. Pero tan cierto como estos casos (patológicos, claramente) de seducción pormenorizada es la idea que la misma historia, narrada sobre un hecho sexual, es intraducible. Imposibilitada en su misma incertidumbre, la relación sexual es incapaz de lograr historicidad alguna: salvo, por supuesto, la narración especulativa y asombrosa de los fantasmas que la rodean y contienen.

Lo mismo puede decirse del colonialismo en nuestra América Latina. Si bien hemos heredado este idioma hermoso y ancho que es el español, del cual cualquier petimetre de las traducciones puede alabar lo múltiple de su plasticidad y sentido, no cabe duda alguna que hay un desconocimiento casi total en grandes franjas de nuestro continente sobre lo que fue la historia de nuestro propio territorio. Sin embargo, no hay que perder la atención: no sólo es Estados Unidos de Norteamérica acorralando la historia mesopotámica a punta de ballesta sino que también es Akenatón destruyendo el simbolismo religioso de su época a fuerza de picapedreros, o las chispas incendiarias que, según nos narran, hicieron de la biblioteca de Alejandría un mito honorable y bendecido. Movimiento de una practicidad curiosa, el lenguaje y sus modos de narrar se introducen a fuerza de sangre y devastaciones. Y hay tantos momentos de esta práctica difamatoria, como piojos acumula un orangután.

El caso de lo femenino como registro en ausencia es diferente. No es que sea imposible de narrar y bien saben y pueden las mujeres ser unas verdaderas expertas en el arte de las narraciones. Y si bien la violencia es una acólita indiferente de lo humano, si bien la quema de mujeres fue legitimada y avalada por la inquisición, el proceso de erradicación del discurso de lo femenino es más complejo. Definirlo en un solo plumazo es una tarea arriesgada y para nada recomendable. Pero lo que sí podemos decir es que en un mundo en el que el saber está decididamente controlado, administrado y distribuido por hombres, el saber femenino como construcción histórica, capaz de dejar una marca perdurable en los escarabajeos de la letra, simplemente se ha desestimado.

Opiniones hay varias y las contradicciones entre ellas son infinitas. Pero aquí se cree que lo más triste, lo más injustamente profano de toda aquella historieta de perros y gatos, es la pérdida irrecuperable de registros fantasiosos de lo más variados. Es decir: siempre ha habido un lugar de la mujer, con diferentes, aunque burdamente desestimadas, responsabilidades. Siempre ha habido un saber hacer transmitido de boca en boca, de vocación en vocación. Ahora bien: cómo construía una mujer su mundo subjetivo en la Florencia de los Borgia, una época de claro declive feminista, es una piedra preciosa que ni los refinamientos del mismo Benvenuto Cellini es capaz de abordar.

Si bien lo que nos distingue como humanos es estar atrapados por el lenguaje (parlàtre, nos llama Lacan. Es decir, para no abusar de impertinencias idiomáticas: seres parlantes) y dentro de la foresta simbólica es el lenguaje el que otorga determinadas posiciones y jerarquías (para Marx sería primero la materialidad) entre medio está también aquello que dice RanciÞre: si bien la generalidad casi total de los humanos hablamos, no sólo no todos intervienen en la producción de conocimiento sino que mientras que algunos hablan, otros, otras, en cambio, sólo hacen ruido. Ejemplos de cuando del ruido se pasa al habla hay montones. El más accesible, es éste: cuando el esclavo se vuelve una manifestación menos ordinaria de esclavitud y se vuelve (lo vuelven) proletario, se junta con sus pares, amenazan al estado con cortarle la cabeza, al estado no le queda otra cosa más que reconocerles el don de la palabra y ¡zas!: nace el derecho social.

Con este tipo de consideraciones bien pueden los cómplices de la univocidad traducir toda la historia del advenimiento de la modernidad, desde la reforma protestante a esta parte, como una ampliación cada vez más insurgente de aquellos que hablamos, es decir, de aquellos que estamos capacitados (palabra, más bien, hostil) para intervenir en la episteme, para codificar los túneles mohínos de la ley, para desestabilizar los enjambres ridículos del deber. También podrán decir que si en un futuro aún quedaran rastros de monopolio, éste no será más que económico y otorgarle, en este gesto beduino, la razón a Marx. Pero Marx y su barba juglar hoy no es lo importante. Lo importante es que no sólo el habla, la escritura, son objeto de regulación, sino que también impera una regulación de los cuerpos que emiten esas palabras y los valida como cuerpos hablantes. ¿Quién no ha caminado alguna vez por estos altares a la desidia que son las ciudades y ha confundido la palabra de un vagabundo con un gorgoteo? ¿Alguien realmente con dos dedos de frente puede pensar en un habla prudente en la psicosis?

Qué hacer, qué no hacer para que nuestros hábitos espirituales sean emprendidos como un habla capaz de intervenir en su merecido peso, son preguntas que toda estrategia de irrupción se plantea. Yo reconozco, en su funcionalidad metódica, al menos dos. Una es la más corriente, la que aún corre con la necesidad de validar su palabra frente al discurso del otro, la que precisa sabotearse el espíritu de millares de padrinos intelectuales y precisa evocarlos hasta el cansancio. Es la que dice: oigan, yo he leído a Nietzsche, un autor complicadísimo, tengo algo que decir, íno todos leen a Nietzsche! La otra estrategia, en cambio, está en el estricto orden de la abundancia: hablar sin reparo, sin corrección, comprender de una vez por todas que el único modo en que se corrige lo dicho es en su mismo movimiento. Aquella que transita por Nietzsche. Pero aquella que lo habita de tal modo que ese Nietzsche ya no es el mismo; que la persona que lo rescribe ya no es la misma.

Hoy las mujeres están narrando sus propias historias. Siempre lo hicieron. Pero hoy las están escribiendo, las están desperdigando por el mundo entero, en cada sílaba, en cada silencio, conjuran: aquí estamos. Cada vez más, participan de este oficio deshonroso que es la literatura. Cada vez más, ocupan cargos jerárquicos en las más elásticas editoriales, en los más perfumados periódicos, en los más altaneros medios comunicacionales. Si es que este mundo sobrevive, en cincuenta, en cien años, si la intriga hace cáscara en el cuerpo, podrá tomarse un libro al azar y en ese azar encontrar a una mujer. Porque hoy las mujeres hablan. Hoy, por primera vez, están siendo las narradoras fundamentales de esta gran y ridícula historia que es la humanidad.

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