CONTRATAPA
› Por Javier Núñez
Esperan la tormenta en silencio. Ella ceba unos mates tibios en los que flotan algunos palitos de yerba; él fuma concentrado en el ejercicio de llevarse el pucho a la boca y arrugar los labios para pegarle una pitada corta pero profunda. De a ratos, mira el horizonte: las copas de dos pinos que se mecen con el viento, la tranquera, el camino de tierra por el que a veces pasa una pickup levantando tierra, el manchón borroso de un campo de soja que parece no terminar nunca.
Hay una Spica vieja con el estuche de cuero gastado que era del padre de él y cuelga en una de las columnas de la galería. Todavía anda: a veces él la prende un rato a la mañana, o cuando hay algún partido. Pero ahora no y por eso el silencio es más profundo.
Hablan poco. Los dos. Se miran de reojo y en ocasiones incluso piensan en decir algo, en propiciar un acercamiento, en destejer la distancia que sin querer construyeron en todos estos años. Cuando alguno por fin dice algo, cuando uno rompe ese silencio áspero que se alza entre los dos, siempre dice alguna nimiedad del tipo "tomá un mate", "cambiale la yerba", "parece que va a llover". La frase rebota en el vacío durante un rato largo.
Ahora podrían hablar del calor, o de la tormenta inminente. El calor que, por fin, empieza a retroceder o a replegarse aunque bien saben que va a volver, que otra vez les va a caer encima para aplastarlos con ese agobio de espanto. Acaso cuando vuelva sea todavía peor, de esos que te dejan la piel pegajosa y empapan las sábanas a la hora de la siesta inevitable; de esos que ponen el aire tan espeso que el simple acto de respirar se llena de fricciones.
Pero eso será después.
Mañana.
Pasado, con suerte.
Ahora cierran los ojos para sentir el alivio del viento en la cara aunque saben que en un rato van a tener que correr a cerrar persianas y a guardar las cosas que están afuera. Ahora todavía están ahí, quietos, oyendo el murmullo creciente de ramas y hojas que se sacuden sin pausa, el estrépito de una puerta la de la cocina que ninguno llegó a cerrar.
El ruido de las hojas, por momentos, se parece al mar. Eso lo piensa él, aunque hace años que no ve el mar. O acaso porque hace años que no ve el mar. Después el viento cobra fuerza, una rabia repentina. Arrastra polvo y hojas secas. Les pega en la cara y en los brazos con tanta furia que tienen que levantar la mano para protegerse los ojos y la boca. Los pinos se sacuden como un juguetetentempié, uno de esos muñecos a los que nunca se puede tumbar. Hay unas nubes oscuras atravesando todo el cielo, extendiéndose sobre la casa y los campos sembrados.
Ella deja el mate, él apaga el cigarrillo.
A lo mejor alguno de los dos ahora sí dice algo, aunque sea lo que siempre se dice: "se viene, nomás", o "ya se larga".
O tal vez no.
Tal vez sigan callados porque la tormenta, la verdadera tormenta, ya está instalada desde hace rato entre los dos.
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