CONTRATAPA
› Por Por Hernando Quagliardi
Me llamó la atención la sonrisa un poco hueca que le iluminaba la cara. No habíamos llegado a sentarnos. El muchacho empujó su sillón de ruedas hasta nuestra mesa para pedirme un cigarrillo. Veníamos de la noche (involuntario efecto lírico) de la "Noche de las Librerías" y paramos en un Café. Después de apiñarnos en la estrecha galería que quedó abierta, enmarcada por los stands de las editoriales locales, después de un grupo de rock en la plaza Pringles, la soledad de la peatonal era decepcionante. "Desafiante" --pensé, para ocultar el miedo al Otro en sus formas más variadas que incluye rasgos y atavíos prefigurados en las noticias policiales. Habíamos entrado y salido de cuatro librerías desviando por Santa Fe, primero, y por Sarmiento, después. Los grupos de personas que encontramos portaban bolsas con libros. Nos sentíamos un poco extraños, desacomodados en la media noche a punto de darse en los relojes.
La mayoría de los jóvenes son estudiantes de filosofía y letras. Los hay también viejos o raros, viejos jóvenes. ¿Cómo yo? No creo. Como los libros, mejor. No nos saludamos por más que nos hubiéramos empujado en el pasillo de la plaza, ahí donde cazar la presa es difícil, incómodo. Hay que reconocer un título desde un ángulo imposible, por encima de un hombro o aguantando el codazo en las costillas. Alcancé a ver a Elvio Gandolfo incurriendo en la poesía, a Rafael Ielpi entre historias de "El Cairo", al negro Fontanarrosa narrado por Horacio Vargas en la forma de una biografía. Una mano levanta un clásico (¿Gredos?) la baratura propone un viaje a Atenas sin escalas, al ágora y al teatro.
El muchacho tiene un modo extraño de encender el cigarrillo, usa una sola mano y no deja de sonreír. Me pregunta si me preparo para disfrutar del fin de semana. Le respondo que sí. No se va, lo retienen las ganas de conversar, de exponer sus soledades. Mira alternativamente a un lado y al otro de la mesa. Dice algo por lo bajo que no alcanzo a oír, quizá una disculpa por interrumpir este encuentro entre padre e hijo. Tiene las manos de carbón, de hollín, de sombras.
Número Cero es la última novela de Umberto Eco, la llevo. Por el lado de mi hijo hay una historieta que es, al mismo tiempo, una serie de televisión y un videojuego. Continúan pasando los grupos de gente con bolsas de libros. Negados, destinados a objetivarse no leyéndolos, a cambiar de mano, a quitarles el cuerpo con tácticas electrónicas; amenazados, fogueados, infatuados por censuras y autos de fe, los libros resisten. Es como la rueda, una vez inventada no se ha podido lograr nada mejor. A pesar de la rapidez y la fugacidad de los movimientos de nuestro tiempo, a pesar de que la utilidad y la comodidad han operado con gran energía para desmantelar todo atisbo de sacralidad, todavía los libros. Y las librerías, ese lugar "gratuito y perfecto que no puede servir para nada", como decía Claude Roy.
- "A mí también me gusta disfrutar, pero me tienen cortito" --dice el muchacho. Y mirando a mi hijo, todavía agrega: "Decile que no se pegue al escabio. Que lo haga por mí." Sonrío mientras me pregunto qué habrá entendido por la palabra "escabio" mi hijo, la nariz metida en la historieta. Aún así, aparta un poco la cara para sonreír él también. Ahora somos tres los que reímos en la noche de los libros. Entonces llega el mozo y el muchacho se queda a un costado, vigilando mi pedido. Parece aliviado cuando cierro: "y un cortado para mí". Se va como vino, ágil con las manos sobre las ruedas, lo veo alejarse conduciendo entre los pozos y los laberintos de fierro que la peatonal Córdoba padece por gracia de una obra del servicio eléctrico.
A la vista de esta mesa de Café, se ofrece la imagen de una ciudad europea de posguerra. Cortazarianamente este pensamiento cobra vida en el texto que leo: "de vez en cuando de noche me parece oír el ruido de las bombas. Pero no han quedado solo ruinas: mire la embocadura de la vía Merigi, esa torre es del siglo diecisiete y no pudieron con ella ni los bombardeos" --dice Bragadoccio, el personaje de la novela de Eco.
Quiero ver lo que casi no recuerdo o lo que he inventado: la peatonal Córdoba llena de gente, la salida de los cines, los Cafés abarrotados de antes y lo que termino leyendo en el texto es la contracara impiadosa, una de las tantas alegorías de la guerra, mutantes siempre y unánimes en la pobreza que se vislumbra en el vacío, en la quietud del aire, en la espera de las esquinas, en la decadencia.
Entre nosotros queda el silencio y luego la lectura. Ahora los libros van y vienen por la noche idéntica que hace rato se ha tragado al muchacho de la sonrisa hueca y sus ganas de divertirse.
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