CONTRATAPA
› Por Juliana Mandolesi
El mismo hombre se sienta por sexta vez en la misma mesa. Pide el mismo vino. Es atendido por la misma moza. Ella piensa "Otra vez aca... que tipo más raro".
El escucha cómo los de la mesa de al lado le preguntan a la muchacha:
-¿La puedo llamar de Martina?
-Claro, señor, si así gusta...
Ser moza a veces te hace sentir como una puta. "Sí, señor", "Permítame, señor", "Por aquí, señor." "¿No le gusta? ¿Puedo ofrecerle esta otra mesa? quizá prefiere más cerca del fuego..." "¡De la manera que usted más guste, señor!".
Es así, todas las noches son un complacer. El que trae el dinero que se convertirá en manjar y luego en propina, disfruta del espectáculo caótico y mendigo del servir .
La moza con nuevo nombre, Martina, corre por la arena del salón a cuatro piernas. Sube las escaleras, baja las escaleras, se tropieza con alguna raíz. No cae: se contorsiona y hace equilibrio con la bandeja en la mano izquierda, las copas y los vasos tintinean y los coloridos líquidos se mecen de aquí para allá rozando los finos bordes del cristal; sigue su camino. Ser moza es, a veces, como estar en un circo. Lo más atractivo del trabajo es el contraste puro de dos mundos completamente distintos: primero el salón, con sus comensales buenos, malos, prepotentes, fetichistas, generosos, tacaños, huraños, serios y festivos; la luz de las velas, la música tranquila, la brisa fresca del bosquecito, el aroma de las enredaderas, el ruido a cóctel. Y segundo, la cocina, donde se preparan y se condimentan las palabras que dirán los comensales al probar el plato, con el caótico chirriar de los aceites, el vapor a fritura y hervidumbre, los gritos continuos que cantan la comanda entrante y los coros al unísono de los cocineros que al terminar de oír el pedido exclaman fuertemente, como si su vida dependiera de ello: "¡Sale! ¡Sale!" "¡Oído!".
Esta noche Martina está muy ocupada, ocupadísima; demasiada gente en el restaurant, la barra rebalsada de familias y parejas que esperan una mesa (y encima "¡por favor que sea una linda!") mientras piden tragos y se comen de pie o apoyados en un silloncito tal vez una pizza o unos chipirones. Ser moza y atravesar el deck de la barra donde la gente está esperando una mesa desde hace más de una hora es tarea peligrosa, sumamente dañina. Seguramente alguna palabra te tajée de arriba abajo la espalda o alguna frase te oprima tanto la garganta que debas ir al baño de personal a desembarazarte del nudo, como de una corbata y es muy probable que en ese interín se te escapen cuatro o cinco lágrimas y que se te corra el negro maquillaje, que se volverá petróleo espeso y salado. Tres minutos es lo máximo que se puede pasar lejos del salón, no más; a secarse las lágrimas y a seguir mija, que la gente tiene hambre, quiere una mesa, tiene sed. The show must go on.
Hay tanta pero tanta gente, y le piden a Martina tantas cosas a la vez que le pasa bastante lejos a la mesa del mismo tipo. Las mesas con un sólo comensal no son dignas de demasiada atención, porque se sabe de antemano que la propina será relativamente chica y una persona necesita menos cosas que veinte. Por ahí se les obsequia una fugaz sonrisita lejana, lastimosa y de ojos tristes que, si el comensal es comprensivo, toma con cariño asintiendo con la cabeza, como diciendo "Sí, veo que estás ocupada, tranquila, estoy bien". Ese revelador segundo te da un changüí de tiempo y de paz para continuar haciendo lo que estabas haciendo sin sentir la culpa del mozo.
Termina la noche. El mismo hombre deja el 20 por ciento de propina porque, aunque sabe que no ha sido atendido como merece, ve algo que le agrada en la muchacha, algo que le recuerda a él mismo cuando joven. Pagó y se marchó sin que Martina alcanzara a verlo, fue cobrado por otro de los mozos.
El salón ya está vacío, el equipo se dispone a cerrar el restaurant; enlonan las mesas por si llueve, bajan los pesados toldos por si hay viento, suben las sillas por si cae rocío, repasan a fondo cada mesa porque el jefe de salón las hubo encerado con pasión durante toda la mañana (y la pasión se paga con respeto), le echan diez hinchados baldazos al fuego por si se vuela una chispa. Un mozo debe ser, ante todo, respetuoso y precavido.
Una vez las cosas listas, regresan a la casa que comparten; para volver atraviesan el oscuro monte con una débil linternita, cruzan el arroyo por encima de unas piedras. Al llegar se toman un vinito o una cerveza a medio enfriar en el lugar común de la casa, hablan de la noche que pasó y al rato, cuando empiezan a apretar los mosquitos porque ya se amanece, va cada cual a su cama, no hay diversiones extras: al otro día es día de laburar. Y se labura duro.
El día siguiente, como todos los anteriores, se pasa como una brisa fresca. Atardece: de vuelta todos al restaurant. El mismo tipo vuelve, misma hora, misma mesa, mismo vino, distinta cara: esta noche tiene una confesión que hacer, ha hecho averiguaciones, sabe algo y está decidido. Martina le pide a uno de sus compañeros que por favor atienda al tipo. Danny gruñe un poco, como siempre, pero no muerde y le hace el favor de atenderlo. La muchacha agradece con un afectuoso abrazo.
El hombre la sigue con los ojos toda la noche y ella disminuye esa mirada persecuta con distancia, él atina a levantarle la mano, como necesitando algo, pero ahí está al pie de los segundos el eficiente Danny para atender su necesidad. "Nada, la sal..." dice, cansino.
El fuego se va achicando junto con la velada, queda poco para cerrar.
El tipo, que ha sido huído por la muchacha durante toda la noche, piensa "ya debe haberse dado cuenta y no quiere verme". Sin más remedio, se levanta sordamente y paga en la caja su cuenta. Martina dice entre dientes "gracias a dios ya se va". Al salir el hombre por ese oscuro pasillo de plantas que señala una moribunda vela, y precipitarse de lleno, atontado por el vino y la deshaucia a la calle, es atropellado salvajemente por un auto de conductor joven y ebrio que lo deja tendido en el suelo. Con el alma rota observó por última vez los pinos que rajuñaban salvajemente la luna.
Lo que el tipo quería decirle era que él era su padre, que le pedía perdón. Que había vuelto, casi como de la muerte, como ella había deseado durante tantos años. Y que la quería mucho. Cosas de las que Martina, o en realidad Valeria, o quizás Alina, nunca se enterará.
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