CONTRATAPA
› Por Patricia Suárez
Tengo 7 u 8 años y estoy sentada sobre su falda. Es la casa de mi abuela, estamos en el living, en un silloncito de cretona. Es el marido de mi tía, mi tío armenio, Saro. Estoy sobre sus rodillas y él me acaricia la espalda, entre los omóplatos. Yo he llorado por algo y él me dice que no debo llorar, que me pongo fea; y me besa, en los labios creo que me besa. Noche y día, él es el único. Eso se lo digo, que él es el único para mí; él se ríe, con sus dientes hermosos, con pequeños arreglos de oro, como estrellitas. Mucho tiempo después, cuando el recuerdo de él sea tan hermoso que entra a formar parte del olvido, me preguntaré hasta dónde llegó aquella caricia, qué divinas transgresiones hubo en aquel beso. Pero no ese día, ni al siguiente, sino décadas después intentaré saber en qué se propasó conmigo. Ese día soy feliz, o mejor: sufro la felicidad del primer amor. Le digo que quiero salir con él a navegar el siguiente domingo. Tiene un crucero modesto; él es el capitán y yo soy la tripulación. Ya fui una vez antes, unas semanas atrás, y después nos metimos en el río y él me enseñó a respirar abajo del agua. Es lo primero que debe saber un buen nadador, dijo. Ese día me fleché con el sol, y mamá ya no me dejó ir. Estuve con rodajas de tomate encima de la piel muchos días seguidos; todos estaban enojados conmigo en mi casa; no me hablaban, como si el sol o la piel blanca fueran culpa mía. Por eso él me dice que no, que no puede llevarme más en el crucero a navegar; y yo los odio a todos por impedírmelo. Así que el domingo siguiente el plan cambia, y lo visito a él y a mi tía en su casa. Mi tía es joven y linda y se parece a Marilyn Monroe. Anda por la casa como si fuera irresistible. Viaja por todo el mundo con mi tío, se fueron a Europa dos veces y dentro de poco se irán a Egipto. Beben él y ella de la misma copa, como símbolo del amor; otros lo hacen en mi familia también, la tía Violeta, por ejemplo. Mis padres no; están abocados a una teoría sobre los gérmenes y las bacterias. Esa tarde mi tía nos dice que sale a pasear los caniches y yo, por fin, me quedo a solas con él. Mi tío Saro, de Armenia. El prepara café y trae unos pastelitos de nuez y miel que hizo doña Yughig, su madre. Son sabrosos, como uno, dos, tres, me atraganto, enseguida me duele el estómago. Tengo la boca pegoteada de migas; siento vergüenza. El me saca las migas una a una, sin dejar de sonreír. Me gustaría tener diez años más. Entonces sería tan grande como mi tía cuando se casó con él. Después, él saca un juego de dominó y jugamos a eso, hasta que lo llama don Anoushavan, su padre, y me deja sola con las fichas en la cocina, sin saber que hacer. Mi tío Saro se pelea con el padre en el teléfono y yo no entiendo una palabra porque lo hacen en armenio. Nombran a mi tía, a mi abuela. Me gustaría saber hablar en armenio; pero nadie me enseña esa lengua y menos mi tía, su esposa, porque lo considera un ser inferior. No lo dice así; así lo dicen en mi casa. Porque don Anoushavan es un zapatero remendón y nosotros somos ricos. Tenemos un negocio próspero que levantó el abuelo y vivimos en una casa tan grande que se denomina petit hotel; hay un pino en el jardín que crece solo y un rosal amarillo que cualquier día acabará por pudrirse, tan frágil es que hay que protegerlo de la lluvia con una campana de cristal, y nadie lo hace: a nadie le importa un pito el rosal.
De la casa de mi tío vuelvo a mi casa dos horas más tarde de lo convenido, se arma un lío tremendo, me retan y me ponen en penitencia, por no avisar. Mi familia me tiene harta; me hace feliz saber que en Inglaterra los chicos se pueden divorciar de sus padres. Hago ese comentario y mamá me dá vuelta la cara de un cachetazo. Tiene poca paciencia; tiene cero de criterio.
Los años pasan y yo leo libros de Nancy Drew encerrada en el baño. Leo los Hardy Boys; escucho un cassette con canciones de Shaun Cassidy que casi nadie sabe quién es, excepto yo, porque él es el protagonista de la serie de misterio de los Hardy Boys. Me gustan los misterios. Un día equis, cuando yo tengo 12, mi tío pasa a buscarme a la salida de la escuela. Subo a su auto y dice que tiene algo muy importante que contarme. Vamos hasta el puerto, hay neblina en la ciudad y tiene que manejar con los faros encendidos a las seis de la tarde. El frío penetra los huesos y entonces el amor es una sensación asociada a la tristeza que se repetirá para siempre en mí: esta es la primera de la serie, pienso yo, si hubiera podido pensar en ese momento. Esa primera jornada sentimental. Bajamos del auto y caminamos hacia la escollera. El me lleva de los hombros; soy muy alta y fuerte aunque luego seré baja y débil y nos paramos frente a su barco. El entra, sale, todo muy rápido, y dura segundos. Viene a mí con una cajita negra de terciopelo para que yo la abra. Soy una nena todavía y creo en los cuentos de hadas. Mi tío Saro se va a escapar conmigo; este es el anillo de bodas, creo. Cuando lo abro es un reloj. Un Rolex de pulsera muy fina de oro y platino. Me dice que lo guarde, que no se lo entregue a mis padres por nada del mundo y que si alguna vez tengo una necesidad imperiosa, lo venda. Que lo guarde como un recuerdo suyo, que lo esconda. Salimos del puerto y caminamos hasta la avenida, adonde él hace un gesto que después repetirán muchos hombres en mi vida: me besa la frente, para un taxi, cambia unas palabras con el conductor y luego me da un billete hecho un rollito para que le pague. Yo lo saludo apretando la mano contra el vidrio de la ventanilla. Estoy decepcionada: al final, es un cobarde; al final es un poco un estúpido.
Esa será la última vez que lo veo.
Al día siguiente, ocurre la hecatombe. Salta el desfalco que hizo en el negocio, además forzó la caja fuerte y se llevó plata y unos lingotes de oro que mi familia guardaba; volvió al departamento que compartía con mi tía y era un bien de ella, y cambió la cerradura después de echar a los perros en medio del parque. Cuando mi tía aporrea la puerta y le arma un escándalo, él le abre y le da una paliza. Ella sale, busca refugio en lo de mi abuela, mis tías acusan recibo de estos actos de él como esperados, porque él siempre fue un loco, dicen, un descontrolado, un tipo que se deja llevar por sus pasiones. Le inician un juicio, varios juicios, por muchas cosas. El sale airoso, mi familia pierde más plata y mi tía toda su decencia. Cuando las aguas se calman, papá me sienta frente a él y me hace jurar que jamás me veré enredada en amores con un armenio. Nunca en el futuro, en toda mi vida. Todavía tengo 12 años, y hago una cruz con el dedo índice sobre mis labios para demostrar la seriedad de mi juramento. El se conforma o parece que se conforma, no sabe que tengo los dedos de los pies cruzados, no sabe que debajo de la lengua guardo una palabra mágica para deshacer juramentos y que no me vaya al infierno. No sabe que seguiré esperando un largo tiempo más a que mi tío vuelva y me lleve, con él, a algún lugar.
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