CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
Fue uno de esos bateristas que eran formidables en el manejo de las escobillas cuando el pianista tocaba una balada. No trascendió como otros, pero yo lo recuerdo. Este texto intenta encontrar los rastros del acompañamiento de una balada que correrá por cuenta del lector. Me gustaría recordarle a quien lea, estos versos de Baudelaire: ...si logras dominar el vértigo / y consigues mirar a los abismos, / para aprender a amarme, toma y lee / si es curiosa y doliente el alma tuya / y lo que buscas es un paraíso, / si no me comprendes... ¡te maldigo! No llegará a tanto, creo que nunca he maldecido a nadie; simplemente la incomprensión me pondrá triste. Dejemos la introducción y vayamos al acompañamiento de la balada que no conozco.
Me dicen que es medianoche, pero no la encuentro debajo de estos helechos que han crecido como un cielo sobre mis años. Tampoco me detengo en la medianoche en ese breve y persistente tamborilear de la llovizna en hojas tan pequeñas. Si fuera tu cara y tu entero cuerpo, si fuera la cadencia rítmica de tus muslos y el otro ritmo diferente de tu boca, si sentiría que estoy como andando alrededor de la medianoche.
Me entregan una vieja piedra, eso me dice. No esta demasiado gastada y me hace recordar a una escultura de Brancusi la que se ofrecía como algo vivo al tacto que parecía que la exploraba hasta el centro mismo imposible de esa roca. Cerrando los ojos, la piedra me va contando historias que son como una historia del tiempo.
Caminando encuentro algunos huesos despojados de todo menos de ese color blanquecino, de esa sensación que son de un lejano ayer pero aún algo de vida hay en ellos. Hay gente que aún le tiene miedo. Creen que si los tocan podrán pasar cosas distintas, y no los tocan; solamente los miran con reverencia. Yo los miro y pienso que también debo tocarlos. Lo hago y siento como la inquietud de un temblor. Percibo que llegan hasta mi música que reconozco, un poema, una sonrisa, un vaso de agua, un espejo. Creo que también conozco el futuro de mis huesos. Por eso me atemoriza aún más y dejo de tocar los huesos y me retiro no sé dónde.
En un momento dado, mirando hacia un árbol, me doy cuenta que el pájaro, la rama y el musgo forman una sola cosa, unidos pero no se bien qué es lo que los une. Acaso la mirada con la que los miro. ¿O se trata de un sueño y estoy mirando un dibujo que intenta recrear una de las tantas maneras que tuvo Wallace Stevens de mirar un mirlo? Pero acaso con un dibujo apenas alcance para trasladar a un dibujo el poema.
Un redondel de metal, pero podría ser de madera, ha pasado por miles de manos. Ellas han apretado ese redondel que no es una moneda que no es el zahir que no es algo pequeño que donde atraviesa la mano (sin dejar heridas) y traspasa la palma de la mano. Cae como un polvo. En ese caer parece entonar una canción. En el suelo se recompone en redonda de metal o de madera y espera que alguien vuelva a recogerlo.
"El momento en que hablo ya está muy lejos". Es una línea de un verso que Borges cita en uno de sus diálogos. Y dice que es tan sobrio, tan triste, tan melancólico. Y sin duda lo es. Es fácil comprender que sucede más que lo que uno mismo llega a creer. Yo acabo de decirle algo a esa mujer que amo. Salgo, cierro la puerta, llego hasta el ascensor y parecen haberse hecho ceniza. Subo para tratar de encontrarlas. Pero ya no están y tendré que inventar unas nuevas. ¿Podré encontrarlas? Tal vez el poema, ese que aún no hemos escrito, se encuentre allí. Lo pensamos, se lo decimos a alguien, salimos, al llegar abajo en el ascensor lo hemos olvidado. Subimos a buscarlo. Ya dijimos, ni rastros encontramos. Regresamos al ascensor y pensamos en volver a tenerlo. El esfuerzo nos hace pensar en otro. Nos vamos al café cercano y lo escribimos en una servilleta de papel. No podemos saber si es el poema que buscábamos. Lo metemos en el bolsillo y probablemente lo olvidemos allí.
El pianista comienza otra balada. El contrabajo inicia la versión tocando el tema con el arco. Luego entra el amigo de las escobillas. Me dictan lo que ahora escribiré: Yo no se si puedo saberlo (o tal vez no quiera) cuantas tristezas entran en el bolsillo del viejo saco azul. Tampoco se cuántas en la caja de cigarros que el que quedan restos de tabaco, nada más que eso. ¿Cuántas formas de las nostalgias pueden entrar entre las páginas del libro que estoy leyendo? ¿Cuántos rastros de mi pasado se posesionan de mi pasado? Hay huellas en el barro de un camino de casuarinas. Huellas en la arena cercana al mar. Espejos donde dos cuerpos se aman doblemente. El corazón que dice: ya estás un poco demasiado viejo, me estas esforzando demasiado. Se bien, o creo saberlo, que los infiernos de Rimbaud me destruyen las tripas, pero no he estado en Abisinia (él supo antes de estar allí) ni que nunca podrá llegar a la alquimia del verbo.
Kafka me duele en un costado y Dylan en el otro. Las baladas no me llegan. Las espero. ¿Hasta cuándo tendré tiempo?
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