Sáb 15.10.2005
rosario

CONTRATAPA

Primera escena callejera

› Por Gary Vila Ortiz

"Cuando te ponés vieja como estoy yo, entonces las cosas comienzan a ir para el diablo. Mejor, tenés ganas de mandar todo al diablo. Y si no lo haces es por pura cobardía". La verdad es que estaba vieja, increíblemente vieja, gastada sobre todo y nada conservaba de aquella belleza que nos volvía locos a todos.

Le iba a contestar, pero me paró en seco. "No digas nada, no quiero consuelo ni mentiras, tampoco la verdad, porque la mirada lo dice todo. Además tenemos la misma edad, esos malditos setenta, malditos para mí por lo menos. Y vos estás más viejo, más gordo, más petizo y lo único que mantenes es tu asombrosa desprolijidad. ¿Cómo te ponés las cosas que te ponés? Es notable, creo que nadie puede elegir tan mal".

Se quedó callada y prendió otro cigarrillo. "Ahora solamente podés fumar en la calle y salís a la calle para fumar porque es lo único que te queda. Eso y el alcohol que todavía aguanta tu estómago. Una desgracia, pero no habría que quejarse; al menos estamos vivos".

¿En qué andás?, le pregunté. Te recuerdo, agregué, cuando dibujabas y además eras una militante política. Y con fuerza. Sonrió, después se puso seria y contestó: "De la política ni hablar. Ya no existe. Todo es como una caricatura, un pésimo sustituto de lo que fue alguna vez. En cuanto al dibujo. El tipo que me dijo que dibujaba bien lo hizo porque quería acostarse conmigo. Yo sé que el trueque valía la pena. Pero después de un par de noches el tipo se olvidó que yo dibujaba. Después, publiqué algunas ilustraciones en una revista. Eran ilustraciones de cuentos y poemas. No estaban mal, los autores contentos, pero la censura dijo basta y yo me di cuenta de que también tenía ganas de decir basta".

Le dije que además de más petizo, más viejo, tan desprolijo como siempre y más gordo, tengo algo que me liquida los huesos y además sigo con la misma alergia asmática de siempre. Se rió con ganas. "Claro que me acuerdo. Esa alergia, o el pretexto de esa alergia, nos arruinó una tarde que prometía ser de maravillas. Aunque con vos nunca se sabía". Me sonreí. Le dije que no fuera rencorosa y que fuésemos a tomar un café. El cansancio me estaba venciendo. Y yo me dejo vencer fácil. Hay que tener voluntad, me dijo alguien. Y yo le contesté con el mismo "touche", de Maurice Ronet en aquella película que me gustó tanto, El fuego fatuo, que era una novela breve de Pierre Drieu la Rochelle. Creo que en el cine la dirigió, magníficamente, Louis Malle.

Me distraje hasta que la voz de ella, que no era la misma voz de hacía más de treinta años, pero bastante parecida, me dijo: "No puedo. Estoy trabajando". A esta hora. Se quedó callada. "Es lo único que puedo hacer y no lo hago mal", me dijo después. Yo te doy lo que cobres, pero tomamos un café y comemos algo. "A los setenta años se cobra muy poco. A veces por un poco de pan y queso", pero esto último lo dijo con ese tono de humor que había mantenido pese a los años. Bueno, le contesté, yo te pago el café, el pan y el queso y conversamos, me contás tu historia. "¿Y la vas a escribir?". Si me sale, te prometo escribirla.

Aceptó y fuimos a un barcito, uno de los pocos que queda abierto toda la noche. "No te voy a contar mi historia, no me gusta ningún tipo de patetismo. Mejor invéntala". Parecía la escenificación de un tango. Pero no era eso, ni nada que se le parezca. Lo que andaba flotando por allí, en el café y en la calle, era como parecido a un sentimiento aún no expresado. Algo que todavía no había encontrado lugar en el lenguaje. Por preguntarle le dije que si vivía lejos podía llevarla. No tengo auto, pero hoy puedo pagarte un taxi. "Yo si tengo auto, no vivo lejos, no quiero que me lleves, quiero que este encuentro sea el último. No aguantaría otro". Pedí otro trago. El mismo que había pedido ella, una mezcla que ni tan siquiera miré de qué diablos era. Pero era rico y uno se sentía como algo en otro mundo. "A las seis cerramos", dijo el mozo. Nos queda cerca de una hora, le dije. Ella me respondió: "Casi diría que es demasiado". "Te hago una apuesta. El que quede vivo, cuando uno de los dos muera, claro, le llevará al otro lo que quiera llevarle, pero sabiendo que significará algo. Aún para un muerto". ¿Y si no nos enteramos? Le dije. "No te preocupes, nos vamos a enterar". Ella sacó un lápiz negro, de punta gruesa, una libretita de la cartera, y escribió las líneas iniciales y finales de un poema de Rilke. Luego las cortó por la mitad. "Esta es para vos y esta para mí. Cuando sepamos que el otro ha muerto le dejaremos esto en el lugar que pueda; el otro lo sabrá, tenés que creerme". Te sentís mal trabajando en esto que trabajas. Se quedó callada. Perdóname la pregunta, musité. "No siento nada, pero sé simular de tal forma que el otro siente que ha llegado el fin del mundo". Cerca de las seis lloviznaba un poco. La acompañé hasta el auto. No nos dimos un beso, ni siquiera la mano. Nos miramos y esperé que ella subiera y arrancara. No volví a verla. No sé si murió. Yo no sé a ciencia cierta si sigo vivo.

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