Mié 24.06.2015
rosario

CONTRATAPA

Física cuántica

› Por Gabriela Gervasoni

La sala de espera está repleta. El recepcionista me avisó que el médico está en un parto y todavía no pudo empezar a atender en el consultorio. Tiene una hora y media de atraso. Camino entre las hileras de asientos pidiendo permiso y tratando de esquivar las miradas. Me siento en la silla más apartada que veo disponible, al lado de una mujer rubia que parece mayor que yo y tampoco tiene panza. Observo detenidamente a mi alrededor y, tal como intuía, confirmo que la mayoría de las chicas que están esperando son mucho más jóvenes que nosotras (la rubia y yo). En términos más complejos, la física cuántica me diría que uno encuentra lo que busca (electrones, autos rojos, mujeres más jóvenes que uno, lo que sea). Algo así como que uno despierta las realidades que están latentes según las propias creencias.

Las que tienen panza, llevan con poca gracia caras hinchadas, con una sonrisa inocente, lánguida. Hablan bajo, pausado. Ellas están acompañadas. Novios, maridos, novias, madres. La rubia y yo estamos solas.

La puerta del consultorio sigue cerrada. Más mujeres pasan por la recepción, dejan su orden y buscan un lugar donde sentarse. Amago a pararme cuando creo que alguna no encontró lugar, pero lo hago sin ganas, me siento mal y sería una tortura quedar parada y a la vista de todo el mundo. Tengo un libro en la falda que abro sólo para evitar charlas que no estoy en condiciones de sostener. Siempre llevo algo para simular que leo en momentos incómodos.

- Hace una hora y media que lo espero -me dice la rubia como para sacar un tema de conversación.

--Yo llegué hace una hora contesto con tono amable pero distante. Y por las dudas, para que no se le ocurra preguntarme de cuántas semanas estoy o qué nombre le voy a poner, le aclaro: --Y para colmo yo perdí a mi bebé.

-Yo también - sigue, en total armonía con la física cuántica.

Vuelvo a sentir ese nudo en la garganta que desde hace dos días me obliga a estar en silencio o llorando, sin término medio. Me cierro como un escarabajo o me abro como una fruta que se desarma en la mano de cualquiera.

-Lo siento mucho - dice la rubia apoyando una mano sobre la mía- . Me imagino cómo te debés sentir.

-Yo también lo siento por vos afirmo.

-En mi caso fue mejor ésto. Es una historia larga. Yo tengo 44 años, ya tengo hijos grandes y estaba con alguien que no era un buen tipo y se mandó a mudar, como quien dice. Esto fue lo mejor para todos.

Miro a mi circunstancial compañera de desgracia con mucho respeto. Me parece valiente que diga con tanta sinceridad lo que le pasa sin sentir vergüenza. La debe estar pasando realmente mal para que ésto no sea tan espantoso como para mí. Me acuerdo de Melinda y Melinda, la película en la que con los mismos personajes y casi los mismos hechos Woody Allen cuenta dos historias, una en drama y otra en comedia. Esto que nos pasa parece lo mismo pero no es lo mismo.

-Igual, es difícil estar acá. Tendría que haber otra sala para las que perdimos los embarazos.

-¡No! - dice la rubia- . Sería un bajón. Esto pasa, a muchas les pasa pero uno no se entera. Esto es parte de la vida.

Parece una persona ubicada, pero tengo miedo de que la conversación siga y vaya hacia esos temas que no soporto hablar; que empiece a contarme milagros de fertilidad, o casos de nacimientos felices después cincuenta abortos. En ese exacto instante me llama alguien por teléfono (buscá un electrón y encontrarás un electrón; pura física cuántica). Atiendo para escabullirme y hablo bajito con mi marido. Me acuerdo de nuevo de lo que nos pasó y quiero llorar un rato más. Se lo digo sin eufemismos. Vuelven las imágenes, la trama de esta historia sin final feliz. Quiero que las lágrimas inunden esta clínica, se lleven toda la tristeza hasta el río y ahí la evaporen. De paso, que arrastren también la ilusión, las fotos de las ecografías y las cápsulas de progesterona que quedaron en mi placard. Mi marido, con su humor a prueba de abortos, me pide que espere hasta la noche para llorar, hasta que él llegue. Miro el reloj y le contesto que sí, que prometo aguantar hasta las nueve y media.

-Te hicieron reír - me dice la rubia.

-Era mi marido - le cuento en estado de arco iris: riendo y llorando al mismo tiempo- . Viste que para ellos es distinto, se les pasa más rápido.

--El cuerpo nuestro es muy alcahuete - reflexiona. Qué claro y simple lo dijo. Anotaría la frase para no olvidármela más.

Mientras se pone un caramelo en la boca y me convida otro a mí, me toco la panza y siento lo mismo que sentía cuando estaba embarazada de verdad, una especie de presión que no llega a ser dolor. Es mi cuerpo de antes, el mismo de siempre, mi cuerpo de nulípara añosa, según mi historia clínica. Pero no es el mismo. Algo me atravesó, me inundó, me rehízo. Y hace apenas dos días que se fue. Mi cuerpo sigue recordándome eso que pasó; basta mirarme, basta tocarme para sentir que soy la caja vacía de un regalo que se perdió por ahí ¿Cómo hago para no llorar?

Se hace un hueco de silencio. Cierro el libro por enésima vez. Lentamente se abre la puerta del consultorio número dos. Vestido con ambo verde, por fin, asoma mi médico. Todas levantan la vista hacia él, que pronuncia el apellido de mi nueva amiga: la rubia. Ella se pone de pie y luego vuelve a sentarse. Después, cumpliendo exactamente lo que yo rogaba que pasase, el médico me hace una seña a mí para que entre. Esa delicadeza de rescatarme de entre las sillas me desmorona de nuevo. Me abraza, dice que ya pasó y mientras nos sentamos uno enfrente del otro, abre su cajón y busca pañuelos de papel para mí. Violo mi promesa y lloro hasta que él termina de explicarme algo de lo que pasó y lo que todavía tiene que suceder.

Nos vemos pronto, me dice. Y en lo único que pienso es que ojalá lo de la física cuántica sea verdad.

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