CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Aquellos tiempos lentos se deberían nombrar como si fueran lisuras arracimándose en celajes lentos, como de un tiempo de verdad, sin tiempo.
Algo que estuviera ahí, tenso como un hueco que hubiera podido cavar una gran cuchara inmensa lloviendo linares sobre el suelo. Aquel que las mariposas blancas armarían escarapelas móviles, posándose numerosamente, ciegamente, fugazmente hasta volarse solas o en grupos, abandonando ese tenso papel de barrilete o glacé que hoy no se compra en ninguna farmacia, ni hay labrador que fue siempre ese hervor pálido de otro tiempo, porque ahora es todo verdor sojero, de aquí hasta allá, campos de Dios, hasta la misma muerte.
A veces he pensado, no sin nostalgia, esa violencia que tiene el tiempo presente para arrasar con los recuerdos, los más queridos, aquellos que sólo puede compartirse con un igual, con un empecinado como uno mismo en desflorar aquello que sólo de una edad que nos arroja a la intemperie, a esa zona donde el recuerdo de un álamo carolina se puede confundir con el de Haroldo, en ese orgullo en que creció solitario, siempre hacia arriba, él, que comenzó muy niñín mirando el cielo, para acordarme de Vallejo, o un "penachito", según el propio Conti -es decir el gran Haroldo-, el que nos dejó mismísimas historias con ese tono dulzón que arrima poesía aunque lo suyo siempre fue una prosa limpia, sin ripios, primorosa llena de mimos hondos para su lector presente y fiel. Y viene con su Oreste y su Milo, o el mismísimo Pedro, el que tenía un hermano dolorosamente pegado al trabajo de la tierra, que decía que cuando se "sembraba sorgo no salía nunca otra cosa, que siempre pasó lo mismo", es decir el ciclo de la tierra. El duro, lento, atávico trabajo de la tierra, pero la tierra de otro tiempo, el que cumplía sus ciclos, y sus soles y sus brotes primorosos y no soñaba con todo el veneno que hoy se le tira encima con las consecuencias que usted lector conoce de sobra."Para qué abundar", repetía Davida Viñas, cuando la paciencia se le agotaba (y colijo que tenía tan poca).
Cuando uno sabe escuchar, el campo siempre nos dice cosas, sentenciaba mi padre, que de chacarero pobre pasó a peón golondrina y no le hizo asco a ningún trabajo manual, así fuera el más duro, el más corsario, porque estaban esos hombres listos para todo. Y en esos tiempos largos y no tan remotos, todo o casi todo se hacía poniendo el cuerpo a lo bestia, a lo animal. Maíz trigo, cebada, pasto, alfalfa. O meta hacha en el desmonte para preparar la tierra y hacerla parir, sembrarla como a una mujer, para que diera a luz sus frutos limpios, esos que iban a engrosar los alimentos de la familia.
Pero eso era en ese tiempo de antes, lisos como un cielo bajo, que arracimándose en arboledas en los caminos y los callejones largos, y un amarillo gritón para "el triguito que nace" solía decir mi madre, cuando veía todo el campo abierto que hoy engrosa lindamente este recuerdo niño. A esta adultez que arroja intemperie entre nosotros.
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