CONTRATAPA
› Por Lucrecia Mirad
Permanezco sentada en la misma silla en la que estaba cuando me gritabas que todo había terminado. Cuando te fuiste; y al cerrar la puerta me dejaste sola con el olor de tu perfume evanesciéndose en el aire, lentamente, como un adiós anexo.
Sola y quieta; frente a esta mesa en la que cenábamos cada día de cada semana. Solo atino a desplomarme sobre ella, con los brazos estirados, como si fuera una cruz de cementerio. Y a llorar cuatro lágrimas frías y mezquinas como fueron nuestros últimos días juntos.
Cierro los ojos sin dormir, para aplacar la soledad del paisaje de esta casa sin vos. Imagino mañana, volviendo, después de trabajar y chocarme con tu ausencia.
Mi cuerpo se aplasta todavía más sobre la mesa.
Mis parpados se aprietan, como si la presión pudiese alejarte de mi mente y de mi alma. Los abro en un pestañeo lento y pesado. Tengo una visión horizontal de la tabla de la mesa. Tan próxima, que mis pestañas rozan la madera. Mi dolor se distrae en los detalles. Está sucia de miguitas y restos de comida. Hay polvo.
Y una araña.
No me sobresalto. No hay sangre en mi cuerpo que me haga reaccionar. Estoy inerte. Con un resto de curiosidad me pregunto cuánto hará que es mi compañera sobre este territorio y si habrá sido testigo mudo de mi infierno.
Pestañeo, aclaro mi mirada, viene hacia mí, cautelosa y osada a la vez. Estamos las dos sobre la tabla de la mesa, mezcla extraña de único universo y patético ringside.
Respiro profundo, desahuciada. El aire que entra a mis pulmones trae aun resabios de tu olor, de tu perfume, que agrega más dolor a mis dolores. Estoy quieta, paralizada por el duelo de tu ausencia. Mi cuerpo muerto y una araña viva, frente a frente, sobre una estúpida mesa en una estúpida noche.
La veo trepar, prudente, por la curva de mi muñeca. Se desplaza, lenta y torpe, enredada en el vello de mi brazo. Algo la detiene. Quizá la tibieza del cuerpo le hace encender sus instintos de alerta. Quizá no estoy tan muerta como yo misma quisiera.
Quizá mi piel huela a desconfianza.
Mi cuerpo se crispa por un ardor rabioso que turba mis acciones. Siento un poderoso torbellino interno, una vorágine de indignación, tristeza, soledad y abandono que me lleva al odio.
No tendría que haberte concedido el honor de ese portazo. Tendría que haberte echado mucho antes. Seguramente, si hubiera tenido el valor de hacerlo. Si no me hubiese ahogado en tu perfume.
Obedeciendo algún instinto sin razón, mi mano se alza soberana, y cae pesadamente sobre el brazo. Sólo un ruido sordo delata el movimiento de caída. Aplasto a la araña de un palmazo.
Siento un pinchazo leve y un ardor molesto.
Ambas quedamos tiesas, inertes y solas, mientras que tu perfume, en retirada, deja entre nosotras, un repentino olor a muerte.
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