CONTRATAPA
› Por Dahiana Belfiori
¿Por qué la felicidad nunca puede ser completa?, susurré a los 20 años, sobre la cama, desparramada, desnuda, volviendo del orgasmo. Se lo decía al amor de mi vida que me miraba embobado, tendido a mi lado. A los 20 años todavía creía en ese tipo de amores y confundía, era evidente, la felicidad con algo de otro orden -siempre mayor- que ese puro presente de placer. Me habré detenido, quizás, en la falta. Habrán acudido pensamientos de lo que debía hacer y no había hecho. O tal vez creía que para ser felices necesitábamos una casa con perro y patio y papeles -¡la importancia de los papeles!- y no ese cuarto alquilado por horas. La cosa es que la felicidad se terminó con la pregunta.
Tardé años en comprender que si hay felicidad posible se hace lugar donde la falta deja de tener materia, donde deja de ser falta. Por ejemplo, en esa mano entretenida sobre la piel de ese hombro desnudo sintiendo el peso de unos nudillos que duelen y aun doliendo acarician. Basta la mano doliente, el hombro desnudo, la caricia. No es en la palabra -en su decir hombro, mano, caricia-, mucho menos en la pregunta por la felicidad, donde la felicidad se realiza.
Esa mañana de invierno salí a caminar por una ciudad desconocida. Había llegado al hotel muy temprano y había decidido que dormiría todo el día para saldar mis deudas eternas con el descanso merecido. Al menos había abandonado hacía tiempo aquel sistema contable mental donde apuntaba las horas que debía dormir. Me lo había inventado e impuesto como una suerte de debe y de haber de los sueños. Si un día no dormía las ocho horas reglamentarias para que la piel y el cuerpo lucieran al menos dignos, ponía -por caso- las dos faltantes en el día siguiente. Si al siguiente día no dormía diez horas y volvían a ser seis, eran cuatro las horas debidas. A veces el fin de semana no me alcanzaba para pagar la deuda onírica de la semana. Reconozco que era una contabilidad tirana, pero me sirvió por un tiempo para ponerle coto a mis pretensiones de vampira. Era sábado y hasta el lunes las reuniones de trabajo no me demandarían presencia alguna. La habitación era confortable. Por el vidrio esmerilado de la ventana se colaba el sol que dibujaba un mandala de colores sobre el cobertor de la cama de dos plazas. Un gran espejo cubría por completo una de las paredes del baño. Me di una ducha caliente. Mientras me bañaba podía ver a través del vapor mi silueta desnuda sobre el espejo. Había belleza en el vapor, en la silueta insinuada en el espejo, en la luz del sol. Fue en ese momento que lo decidí: seguiría debiendo horas. La caminata fue deliberadamente lenta y sin rumbo. No pedí mapas. No miré nombres de calles. Me dejé guiar por el sol. Llegué a un parque enorme y bien cuidado. En el medio había una laguna artificial. Ya era el mediodía. Lo pude reconocer por mi sombra escasa. El tiempo se había detenido. Era yo y yo en aquel día luminoso. Quietud inesperada, silencio de bosque, un mar inexistente habitaron mi mirada. Recuerdo que pensé: soy feliz.
Cuando regresé al hotel eran las tres de la tarde. No recuerdo nada más. Escribí lo que sigue el domingo al despertar: Ocurrió este fin de semana en la habitación de un hotel. Desperté de una larga siesta en una cama confortable. Mi espalda dio un salto hacia adelante. A mi cabeza le costó seguirla. Un mareo breve me recordó lo brusco del movimiento para mis cervicales dañadas. A los tumbos y en la penumbra del atardecer caminé hacia el baño. Prendí la luz, impiadosa luz. En el espejo una mujer, con arrugas alrededor de la boca, con manchas violetas debajo de cada ojo, me miraba, ¿paciente?, ¿con cierta ternura?, ¿como si supiera algo que yo no? Esa mujer me era demasiado familiar. Me hubiera gustado decirle: las arrugas te quedan bien. En cambio comprendí y callé. Ocurrió así: esa mujer en el espejo era yo, adulta. Y justo ahí, en el lugar en que los párpados me suelen hacer ríos, descubrí un brillo antiguo. En los ojos todavía me bailaba una niña.
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