Mar 15.09.2015
rosario

CONTRATAPA

Letra de maestra

› Por Rosana Guardalá

--Tenés la letra redondita, inclinada ﷓-me dijo mi colega mientras el de Epistemología decía no sé qué cosa. Y agregó: letra de maestra.

Dejé ir el ruido hueco de lo que explicaba el profe y recaminé mi escritura despacito entre los rulos que un tiempo atrás, confundían a mis alumnos. "Profe su letra es enroscada. ¿Por qué no escribe en imprenta y listo?" Con el tiempo desistí y dejé que la tiza se aplastara en una imprenta grande y prolija. Mi letra no era decodificable para ellos o de serlo, llevaba un trabajo extra que no tenían ganas de hacer. ¿En qué momento mi cursiva se había vuelto una maraña rulienta?

Esa noche, fui a cenar a la casa de mi madre. Mientras se calentaba la comida, revisé arriba del placard buscando mis cuadernos de la Escuela. Encontré un Rivadavia que estaba forrado con SaraKey. Un cuaderno grande y ajado con punteras de papel araña verde. Adentro, había una vocales sueltas. Más o menos en la mitad del cuaderno las vocales comenzaban a ser sílabas y las sílabas palabras hasta llegar a frases sencillas y esenciales como "Mi mamá amasa la masa". En una repetición de una vocal abierta conjugada con una serie de consonantes puede existir un mundo mínimo, tejido con un hilo vital: el amor como alimento.

Intenté recrear el momento de la escritura pero la imagen se veía lejana y poco nítida, a mitad de camino entre lo que uno recuerda y lo que recuerda de prestado, apropiado bajo el relato de otro. El recuerdo plagiado del que uno se ha hecho autor quitándole las comillas. La letra dibujada con un lápiz grueso era desmesurada. Algunas se estiraban hasta tocar ambos renglones, mientras que otras raquíticas, se enflaquecían a medida que avanzaba la copia deformada de la tarea: dibujar letras, combinarlas, armar oraciones.

Entre mis cuadernos, encontré el de Comunicados. La letra de mi Señorita María Rosa era preciosa como las cosas bellas en sí misma. No precisaba artificio ni rulos porque surgía del movimiento calmo de la mano que espera al que está aprendiendo a dibujar. Mi Seño sabía del tiempo necesario para que las líneas que levantaban sus letras en el pizarrón fueran repetidas y luego, aprendidas por nosotros sentados en bancos minúsculos del otro lado. Ajando el cuaderno, borrando hasta que se rompiera o manchara la hoja. Porque nuestras letras, a diferencia de las del pizarrón, eran puro nacimiento y en este salir al mundo a veces, se atropellaban.

La comida estaba lista. Guardé los cuadernos donde estaban. Recuerdo que la "R" de mi nombre se parece a la de mi Seño. Yo copiaba lentamente como si fuera un idiograma chino, el baile de ese trazo para poder ser linda como ella. Su belleza era este arte que nos enseñaba. La escritura como una puerta grande a un mundo siempre mágico, siempre nuevo. Me senté a la mesa y le conté a mi familia que hacía unos días me había encontrado con la Señorita María Rosa en la calle, cerca del centro. No recordaba su apellido. En la Secundaria, guardamos apellidos, como mucho y si se genera cierta afectividad, uno le pone el "La" o "El" seguido de la materia que da. Sin embargo, las Señoritas son sólo sustantivos propios. A diferencia de otras profesiones, cuando se es docente, se es de una vez y para siempre. El afecto borra las marcas de identidad. Entonces, el "Seño" o "Profe" se convierten en piropos permitidos y esperados.

A menudo, vuelvo a mi cursiva, sobre todo en ocasiones especiales. Me gusta demorarme siendo prolija, redondeando las letras de una carta o de una postal. Me gusta recordarme sentada en un banco minúsculo copiando el dibujo de la bella letra de mi Seño espolvoreada de tiza. Recordar cómo la patita de la "a" que cierra mi nombre apoya en la renglón para que no se confunda con la "o" creando otra identidad, otro subjetividad. En la sobremesa, atolondrando el habla, le repetí a mi madre lo que le confesé tantas veces: la Seño no me enseñó a leer y a escribir, me dio una posibilidad, un modo de interpretar, de abrir y entrar al mundo. Le agradezco a mi maestra de primer grado su paso calmo y sus cursivas claras, cifras de mi existencia.

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