CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
A partir de ciertos momentos, las nostalgias crecen sobre nosotros como el musgo con su lenta y casi invisible eficacia. Nos dejamos estar ahí, sin preguntarle a la memoria, la mas apta conductora de lo nostálgico, ningún por qué. Si a cierta hora del día o de la noche, nos atrapa un recuerdo y no nos abandona, suponemos que debe ser así, tal vez en algún otro estar comprendamos por qué esa insistencia.
Puede ser una música, la línea de un poema, un sabor o un olor, ciertos aires como de texturas incomprensibles que tiene la noche, una sonrisa, un grito de placer, todo puede ir llegando y aferrándose a lo que ahora somos.
El gusto del limón en una torta que se aferra al sabor de la vainilla, como si el limón fuese algo parecido a una fruta prohibida. El paladear ese último trago de grapa bien helada, con un poco de agua, es como trasladarnos a un tiempo lejano, a un almacén donde la gente iba surgiendo de la niebla que los desdibujaba en su andar hacia el mismo almacén en que nosotros estábamos comprando kerosén. Llegaban y sobre el escaño surgían las copitas de culo grueso, con grapa o con caña y apenas si había charla. Era una estación, el lugar de paso hacia el trabajo.
Si Bunny Berigan toca su trompeta y después canta "I Can't Get Started" o Julio Sosa nos llega con "El último café", la nostalgia puede llevarnos a la tristeza, a sentir que todo se aprieta en nuestro interior. Pero eso sí sabemos por qué nos ocurre o al menos creemos saberlo. Hemos tomado más de un último café y en muchos casos no hemos podido ni comenzar las palabras de amor que correspondían a la situación. A veces eso se combinaba como una mezcla de bebidas muy fuertes, sin nombre, o con nombre que ignoramos, y entonces el no poder comenzar hacía que el café que estábamos tomando fuera el último. A veces se piensa que no puede ser así, pero es: hay en la vida de todo ser que ama desmesuradamente, que no pone límites a su pasión, un último café.
La nostalgia, para poseernos, le pone nombre a todas las cosas. O les inventa un nombre a las que ya lo tienen. O los intercambia. Es decir, juega con nosotros. Al intercambiar los nombres nos permite, o nos tolera, que juguemos con nuestra propia historia. Es decir, barajar y dar otra vez los naipes. Si a esa tetera blanca la nostalgia le cambia el nombre y la denomina calandria, ya nada puede ser lo mismo. Si la tetera era eso, el nombre de la mujer que perseguía hasta en los sueños era Antígona; si ahora la tetera es una calandria, el nombre de ella es Electra. Si la nostalgia me dice que la gata es una orquídea y el teléfono un saxofón y aquella flor amarilla un plato de arroz con huevos fritos, entonces, se me cambia el mundo. El pequeño mundo que cada uno tiene para sí.
¿Puedo jugar estos años que pueden o no venir con estas imaginaciones que son como ilusiones? Uno cree comprender (debe ser así) que hasta cierta edad (¿cuál?) se consumó la historia, que tuvo un prólogo con memorias que se modifican, y ahora tengo que aceptar que se trata del epílogo. ¿Aceptarlo sin más? Es probable. Pero también lo es que intentaremos modificar algunos de los mecanismos de la realidad para poder hacer lo que aún no hemos hecho. No todo lo que pensábamos hacer, pero alguna que otra prueba, si es necesaria, que aún podemos dar, escribir alguna que otra palabra sin demasiados errores.
Dan por supuesto mis nostalgias, que en alguna ocasión he conversado con el Minotauro, que en otras el Unicornio me ha mostrado sus poemas, que Enrique de Lagardere me enseño la estocada secreta del Duque de Nevers. Yo no lo recuerdo y me digo que las nostalgias se equivocan. Creo que se trata de un lógico malentendido. Mi obsesión por el Minotauro y la pasión que lo engendró ha sido mucha: en el centro del laberinto se encuentra la casa de Asterión, es decir Borges y la litografía de Picasso del minotauro llevado entre las tinieblas por una niña. El Unicornio también fue una de mis obsesiones. Bastante menos me tocó los centros más sensibles de la memoria la estocada del Duque de Nevers. Se trataba, mas que nada, de recuerdos de algunas tardes o noches pasadas en el cien Bristol. Ese cine que estaba cerca de donde estoy ahora, pero es inalcanzable porque ya no está, porque en algún momento puede ser como un invento de los recuerdo o acaso de las mismas nostalgias.
La modificación de los nombres, su intercambio, son una forma de tratar de cambiar las imágenes de historia. Crear otra que en rigor no existe. Nadie en realidad puede querer otra historia porque lo sepamos o no, lo comprendemos en su esencia, ella fue la que elegimos queriéndolo o no.
Antonio Porchia, a cuyas voces recurro con tanta frecuencia, escribe: "Cuando creo que la piedra es piedra, que la nube es nube, me hallo en un estado de inconsciencia". Y también: "Porque ya no tienes tus necesidades, creen que ya no tienes necesidades. Y sólo ya no tienes tus necesidades".
Debajo de alguna distraída sombra, intento entregarme a un pensamiento al que acecha el misterio.
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