CONTRATAPA
› Por Juliana Mandolesi
"Allí por la 10 con 54 va a encontrar un ranchito donde consigue el pollo fresco -me dijo-. Yo siempre compro allí porque es siete pesos más barato que el otro que está por la 46. Nomás usted con pasar por delante se va a dar cuenta, tiene un letrero que dice que venden pollo recién este"... "¿Recién matado?", dije yo, "Sí, ¡recién matado!" asintió, doblando el dedo índice como toda mexicana.
Después de mi viaje por la montañosa Colombia y centroamérica, haciendo vida prácticamente vegetariana por cuestiones de costos y por practicidad; es bien más facil prepararte un sandwich de tomate y pepino sobre la marcha, o al costado del camino mientras esperás a que surta efecto el "Ride" como le dicen en Costa Rica a nuestro "hacer dedo", que prender una bolsa de carbón. Me vi otra vez instalada, esta vez en México, trabajando, barriendo el piso de mi nueva casa, saliendo a hacer mandados, poniéndole cloro al inodoro, abriendo la puerta de la heladera otra vez llena...
Me dije: ¿Por qué no un pollito?. Y más tarde: ¿Por qué no unas costeletas?. Y después: ¿Por qué no un asadito con chimi? Pero empezaría por el pollo.
Le agradecí a Blanca (la mujer que me alquiló la casita) por la información; yo era nueva en el barrio y todavía no conocía bien las direcciones o dónde comprar ciertas cosas, no sabía dónde estaba el mejor precio y todas esas cosas que sabe siempre una madre o una abuela pero casi nunca nosotros los hijos. Me sentí tomando prestado el lugar de ellas por un momento y me gustó, me gustó jugar a ser madreabuelaama de casacocinera. Me gustó notar que estaba manoteando unos coloridos billetes de encima de mi nueva mesa para ir, como cada mujer del barrio, a buscar un pollo fresco a un ranchito al que sólo acuden los conocedores, notar que estaba viviendo una vida mexicana, que ya tenía mi salsa de chile habanero en la heladera y el chipotle; pensar en que los vacacionantes debían estar en alguna cadena de gigantes supermercados comprándose su pollo ya condimentado y rostizado. Yo estaba saliendo a la calle del barrio, contenta, en busca de mi pollo fresco, criado a maíz y lechugas en un patio "frijolero" de por ahí a la vuelta.
Salí a la calle. El aire caliente del antiguo caribe maya me golpeó en la cara, la humedad le habría paso al vahos que se desprendían del cemento. Eran las doce del mediodía; las dos de la tarde en Argentina. Caminé por la 10 hasta chocarme con la 54. Busqué por esa cuadra el ranchito. Un patio de tierra con alambrados separaba dos casas de paredes blancas; al fondo el rancho el cartel de cartulina escrito a mano, con fibrón negro, que anunciaba "Pollo recién matado / Kimen áak' kuluul". Toqué las manos y salió no desde la puerta sino desde un pasillo del costado de la casa una señora chaparrita, con polleras demasiado gruesas, delantal y guapil. Me dijo "Ba'ax teech k'áat". Me quedé atónita, le respondí (en español, claro) que solo buscaba un pollo fresco, que me dijo Blanca que ahí lo podía conseguir. Evité las Ye, el Vos y las acentuaciones argentinas para que me entienda con menos dificultades. Me hizo pasar no por la puerta sino por el mismo pasillo por el que ella había salido antes hacia atrás, donde se expandía otro patiecito, con un árbol de palta y pollos picoteando acá y allá. Me dijo, esta vez en una especie de español, "Pus elija uno niña". No sabía esa parte, me sentí culpable y poderosa. Con mi dedo índice sentenciaría a breve muerte a un pollo.
No sabía cómo tenía que elegirlo; si debía seleccionar al más gordo, al de mejor plumaje o al más bravo... Con los ojos bien abiertos, casi hinchados por la duda y la impresión, señalé a uno que descansaba sobre la higuera, gallardo y bien emplumado, lo señalé como se señala a una cosa muerta y le dije a la doña que mejor esperaba afuera. Mientras iba saliendo a tranco largo por el pasillo sentí cacareos, revuelo de alas. Y me encogí de hombros, como si me hubieran dado un latigazo en la espalda en el cruel instante en el que oí el ahogado ruido final. Luego el sonido a guadañas que provocó imagino una cuchilla carnicera que troza.
Me quedé en la vereda, paralizada, esperando mi tibio paquete.
Miré el reloj, el par de agujas besaron la una. La señora salió nuevamente por el pasillo, con las manos mal lavadas, todavía había en ellas ese quejido de prematuras arrugas y esas secuelas de la sangre, más una que otra pequeña pluma que no quiso despegarse con el agua. Me entregó una bolsa con el "kimen áak' kuluul" dentro. Lo tomé y la miré. Nos detuvimos las dos a mirarnos por segunda vez a la cara, hondamente. Me llevó un momento comprender, ser la que era antes de ese instante. Estiré el brazo con el dinero justo para pagarle. Tomó desinteresadamente los billetes y los soltó en el interior de su delantal. Después hizo un gesto como de descuido, volviendo a meter su mano en el mismo bolsillo en el que antes había dejado caer el dinero, mientras con la otra tomaba la que me quedaba libre; me puso la palma hacia arriba y depositó en ella un pedazo de carne roja y caliente que latía. "Pa' que no me vaya a desconfiar", dijo.
Estaba, literalmente, con el corazón en la mano. Un corazón que no era ajeno porque se lo había comprado. Y lo había comprado siete pesos más barato que en la 46.
Abrí la boca solamente para decir "Dyos bo'otik", lo único que sabía decir en maya: Gracias.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux