CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
A Eduardo Dalter
En mis correos cotidianos con el poeta y amigo, acaso mi hermano, Eduardo Dalter -en los que nos cruzamos noticias, poemas y recuerdos-., le decía que nuestra generación empezó a leer con la historieta. Al menos es la información que siempre cambiábamos con el Negro Fontanarrosa. Pero no. Ahora, desde el rincón más lejano de la memoria, cuando el fragor atorante de los truenos cesaba, y el ruido de la lluvia abandonaba el zinc oxidado de los techos, y la paz que solo fabricaba el último relámpago o el rostro esplendoroso de un arcoiris solitario y final, es que recuerdo a mi padre.
Mientras mi madre trasegaba el mate amargo desde la cocina, él se internaba en esa habitación honda, alta y siempre muy fresca, y aparecía con una pila de revistas deportivas. Tenía desde el primer número de El Gráfico, y se jactaba de ello. Había empezado a comprárselo mi abuela, distrayéndole algunas monedas a mi abuelo cuando mi padre tenía diez años y aún vivían en el campo del alemán Luis Burki, cercano al Canal Hondo, camino a la colonia La Catalana.
Ponía la pila de revistas sobre un banquito de madera y me permitía hojearlas, cuando aún no descifraba esos signos. Me entretenía mirando esas fotos. Los arqueros con gorra y con casaca solamente amarilla. Los jugadores excedidos en peso, con la casaca sin publicidad, a veces sin el número en la espalda o la marca que mostraba borrosa. Algunos jugadores como el gran Severino Varela, con su boina para peinar palomitas y cabecear en un centro, clavándola implacable en un ángulo lejano a la pelota de tientos.
El ritual de la lectura sostenida y tranquila de los días de lluvia, con los años enriquecida para mí porque yo ya leía y luego iría con ese, mi plus de lectura, a llevarle la información a la barra de El Jazmín, con la formación de los equipos de los años en que empezó el profesionalismo y aun antes. Con toda naturalidad le recitaba aquellos equipos campeones de cuando todavía no existíamos, produciendo una envidia poco disimulada detrás de esas sonrisas más bien irónicas de los más grandes. Hablarles del Campeonato Mundial del año 30, que nos ganó Uruguay en la final, en Montevideo, y que el heroico Américo Tesorieri no pudo contener en ese arco, donde su gorra a cuadros rasuraba los pastos como un pequeño avioncito, cuando se estiraba hasta lo inverosímil por contener ese aluvión de charrúas de casaca celeste.
Otras informaciones cambiamos con el amigo Eduardo Dalter. Como la foto que me envía de mi admirado Eduardo Lausse, a quien llamaban Nock out, que vivió en su zona de la provincia de Buenos Aires, y me repite lo que todos sabemos, que era un gran tipo que no tuvo suerte en el boxeo.
Y hoy acaba de enviarme una foto del colectivo número 182, rojo y blanco, tal cual lo tiene mi memoria, como del ala de una mariposa, cuando doblaba rechinante bajo la lluvia por la Avenida Gaona y entraba en Haedo y enfilaba por Ramos Mejía hacia el final del recorrido, creo que era en El Palomar.
Esa foto del 182 con el mismo color de entonces deflagra en mi memoria del año 50, cuando de la mano de mis viejos tan jóvenes me sentía el niño más feliz y protegido porque en ese tiempo fue el único tiempo donde fuimos los más privilegiados del mundo.
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