CONTRATAPA
› Por Leonel Giacometto
Lo que persiste no es la vida, sino esta interminable lista de hechos cotidianos: el polvo que se deja entrever con los primeros rayos y sol que ingresa, hiriente y mortal, a través de la ventana; el parpadeo incesante de los rostros deambulantes; la puntualidad del hambre; la pereza del deseo; el monótono ruido de la cerradura; la verticalidad del ascensor; el mismo tic tac del mismo reloj de las mismas horas... Lo que persiste no es la vida, se dice, y siente cómo sus pasos arrastran los mismos pasos de ayer; y los de ayer a los de anteayer y así, pensando o diciéndose que lo que persiste no es la vida, comprueba el vacío de su yo y se empequeñece al colocar la llave en la cerradura; y aún más encogido, ingresa a su casa, a la que alguna vez fue nuestra casa. Ahora que es "su" casa, ahora que se desvanece el "nosotros" y se apodera su "yo" -encogido, único, vacío, solitario, letal para él que no sabe llenar sus horas, las insospechadas horas de su soledad, de su pertenencia-, la propiedad de su "yo", que alguna vez fue "nosotros", lo arrastra a enumerar con una inadaptada prolijidad la lista de su realidad cotidiana. A veces se sorprende a sí mismo preguntándose la cantidad de pasos que hay entre su cama (nuestra cama, alguna vez) y la cocina. Cuenta veintiocho pasos cortos desde que sale de la cama hasta que ingresa a la cocina, y se vuelve a preguntar si antes, cuando "yo" era "nosotros", sus pasos eran distintos. Se responde que sí, que antes su andar estaba influído por una presencia y que ahora la ausencia aflige sus articulaciones y, como su yo, su cuerpo se empequeñece. Se siente más pequeño, más blando. Por momentos se piensa como agua, como un pequeño charco de agua amenazado por el sol del verano. Es incapaz de hablar por espacio de un minuto seguido. Es incapaz de pensar, de articular un pensamiento. Olvida palabras, olvida el significado de ciertos objetos ("esa cosa para abrir una puerta", "ese lugar donde uno se acuesta y duerme", "eso que se usa para escribir"). De esta manera, sintiendo que lo que persiste no es la vida, piensa (o cree hacerlo) que con el tiempo, con el transcurrir de su "yo" en su ausencia -en la ausencia del "nosotros"-, comenzará a transformase en algo. Aunque todavía no sabe en qué, siente que dejará de tener la apariencia que tienen el resto de las personas que no saben que lo que persiste no es la vida, y mutará en algo, en alguna cosa amorfa, o en alguna cosa con la forma de su yo empequeñecido. Dejará de hablar (ya no tendrá con quién), dejará de escuchar (ya no tendrá oídos, orejas), dejará de utilizar las manos (no tendrá qué asir) y así, de esta manera, encogido, sólo tendrá esta voz que resonará en alguna parte de eso en lo que se habrá transformado. Esta voz que no sabrá de dónde provendrá pero que le dirá cada vez que el polvo se deje entrever con los primeros rayos y el sol ingrese, hiriente y mortal, por la ventana, que lo que persiste no es la vida, sino esta interminable lista de hechos cotidianos.
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