CONTRATAPA
› Por Roberto Retamoso
El Nieto: Abuelo, alguien se ve junto al árbol. ¿Quién es?...
El Abuelo: De acá no lo diviso bien. Acerquémonos.
El Nieto: Su rostro está cubierto de una barba tupida, pero además sangrante.
El Abuelo: A veces la luz solar provoca extraños efectos, como la imagen de una barba sangrante, que no son, en la mayoría de los casos, más que ilusiones ópticas. Hace años que no llega hasta acá un hombre cuya barba sangre.
El Nieto: Y sin embargo, yo la veo de esa manera.
El Abuelo: Ya estamos junto a él. Lo primero que deberíamos hacer es preguntarle su nombre.
El Nieto: ¿Quién eres, visitante extraño, cuya barba parece sangrar aún cuando, tal como mi abuelo me enseña, lo probable sería que ese brillo rojo no fuese otra cosa que la luz solar, ciertamente intensa, que acaso por ello, transmuta en miles de pequeñas gotas escarlatas?...
El Visitante: Alguien que viene de muy lejos, después de atravesar caminos inmensos, que surcaban, al paso de mi caballo, la Patria toda, en un viaje que no era meramente espacial, ya que, para llegar aquí, también he debido cruzar buena parte de su trágica historia.
El Nieto: Lo que dices es ciertamente sorprendente. No sabía que hubiese quienes podían trasladarse a lo largo del tiempo.
El Visitante: Reconozco que no es común o frecuente, lo que no significa que sea imposible. A algunos nos está dado este don, para que podamos llevar un mensaje más allá del límite que impone, férreo, el fin de la vida.
El Nieto: ¿Y cuál es ese mensaje que vienes a traernos, quién sabe de qué rincón ignoto de un pasado solamente por ti conocido?
El Visitante: Un mensaje de Verdad y Justicia, valores tantas veces avasallados, cuando no bastardeados, por los hombres del Puerto que, como si fuese un sueño del que nunca podemos despertar, y que por lo mismo se hubiese transformado en una constante e insoportable pesadilla, nos gobiernan de manera eterna. Salvo, claro está, los momentos excepcionales en los que sus víctimas, como si lográramos después de sordas y crueles luchas disputarles el poder aunque sea de forma efímera, podemos imponer esos valores. Pero la Historia, que no es otra cosa que la historia de la contienda inclaudicable que contra ellos libramos, y su experiencia tenaz en nuestras atribuladas conciencias, nos demuestran que nuestros triunfos siempre están expuestos a ser barridos por sus incontenibles vientos, semejantes a esos tornados que, sobre nuestra amada pampa, nada dejan en pie cuando, implacables, sobre nosotros se desatan.
El Nieto: Lo que dices es ciertamente atractivo, pero no alcanzo a entender a qué cosas, en concreto, te refieres con ello.
El Visitante: Me refiero a ciertas declaraciones de quienes, por imperio de esas peripecias propias de la Historia que nunca llegamos a vislumbrar, vienen a recordarnos, de un modo cínico que sólo se explica por el ejercicio impune del poder, que en este país nada ha cambiado.
El Nieto: ¿Y cuáles son esas declaraciones, si puede saberse?
El Visitante: Las del nuevo ministro de Hacienda, que como tal será el que disponga no sólo de los bienes comunes sino los modos de administrarlos. Ha dicho, no hace mucho tiempo, que somos una nación de cuarenta millones de habitantes que cada diez años se deja cooptar por un caudillo que viene del norte o del sur, no importa dónde, pero siempre de provincias muy poco pobladas. Por otra parte, el currículum de ese caudillo, según el ministro, es desconocido, es decir que, dada su falta de antecedentes para ejercer su función, viene de la nada misma. Por tal razón nos alerta, de modo categórico e imperativo, para que en el año dos mil veinte, por ejemplo, no quedemos en manos de algún caudillo llegado de Santiago del Estero, que viniendo, de acuerdo con las palabras del ministro, de la misma nada, terminara quedándose con todo el poder. Sólo le faltó decir tal como sucedió recientemente.
El Nieto: Sorprende que, para quien debe auxiliar al presidente en su superior oficio, las provincias no sean otra cosa que la Nada. Su ontología provoca escalofríos, y su metafísica sencillamente aterra.
El Visitante: Como siempre lo hicieron, y basta recordar lo que era el desierto para Sarmiento, pero ellos están alejados de ese tipo de preocupaciones. Otras son las cosas que les importan. El poder real, en primer lugar, porque les permite tenernos a todos sujetos a sus designios, por inverosímiles o absurdos que parezcan. Y el que todos obedezcamos sus órdenes, para no terminar como yo mismo terminé mis días.
El Nieto: Me intriga lo que dices. ¿Cómo fue que terminaron tus días?
El Visitante: Con mi decapitada cabeza luciendo, macabramente, sobre una pica, en la plaza de Olta. Ese fue el precio que debí pagar por osar enfrentar a los hombres del Puerto. Quizás ahora soslayen esos métodos carniceros, que por otra parte nunca dejaron de utilizar a pesar de lo avanzado del siglo que sucedió a mi muerte, tal como lo prueba la existencia de cientos de lugares clandestinos donde los insurgentes, los luchadores, los morenos llamados despectivamente cabecitas negras, los montoneros de la nueva centuria, los -como dijera un pensador excepcional-, condenados de la tierra, eran exterminados no hace tantos años para devolverlos a la Nada. La misma Nada, oh casualidad, que el ministro supone que son todas las provincias situadas por fuera del Puerto.
El Nieto: Me aterra tu relato, pero a la vez me hace abrir, grandes, los ojos. Me hace sentir que puedes ser mi maestro, del mismo modo que lo es mi abuelo. Pero aún no sé cómo te llamas.
El Visitante: Soy el General Angel Vicente Peñaloza, conocido como El Chacho. Así me puso mi abuelo, cuando era un muchacho como tú. Me gustaría poder llamarte de la misma manera.
El Nieto: No sólo me llamarás de ese modo, sino que haré que todos me llamen así. Será ésa, para mí, la forma de identificarme, ahora que conozco mi lugar en el mundo, lo cual significa, además, mi lugar en la vida.
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