CONTRATAPA
› Por Edgardo Pérez Castillo
Hay una línea fina, aunque sustancial, que separa a los hits de su potencial como clásicos. Los primeros se impregnan en el oído y quedan allí para asociarse con perpetuidad a los recuerdos personales. El hit queda anclado a fragmentos de la historia personal. Los clásicos, en cambio, la construyen, conectando con sentimientos profundos y, muchas veces, colectivos.
Con apenas 22 años, Fito Páez ya gozaba del privilegio de haber firmado una buena cantidad de temas cuyo destino de clásicos era imposible dejar de intuir: primero con La vida es una moneda, estandarte para la irrupción de los talentos rosarinos en una escena porteña que bautizaría a la Trova, pero sobre todo con Yo vengo a ofrecer mi corazón, 11 y 6 y Cable a tierra, trilogía esencial de Giros, segundo disco solista de un artista que, treinta años atrás, dejaba en claro que su obra marcaría infinitas historias.
Atento a ello, Fito decidió conmemorar el aniversario de su disco con una serie de conciertos que este fin de semana tuvieron su paso concluyente por El Círculo, donde Giros fue el eje de una retrospectiva perfectamente delineada por Páez, que comprendió quiénes estarían allí para celebrar: hombres y mujeres que crecieron al ritmo de sus canciones, que vibraron con el enorme talento compositivo de un músico que estallaría masivamente con El amor después del amor para, desde entonces, comenzar a declinar con destellos cada vez más esporádicos. En ese marco, el aniversario de Giros no puede dejar de leerse como un recordatorio del repertorio fundacional del rosarino. Ese que, ahora revisitado, volvió a sonar en directo para revalidar la valía de un pilar fundamental para la música popular argentina.
Así, el del sábado en Rosario fue un justo tributo a lo más profundo de su propia obra (o, al menos, a buena parte), con un listado de temas que esquivó con sapiencia la obviedad de esos hits que, por calidad pero sobre todo por su extendida difusión, hicieron de Páez una estrella del rock en español.
Porque la conmemoración por los treinta años de Giros corrió por otros carriles. Con una media hora inicial dedicada al repaso, íntegro y ordenado, por los nueve temas de ese disco emblemático, el show se convirtió luego en un repaso casi cronológico por distintos momentos de la discografía esencial de Páez, que se rodeó de una banda sólida y de contundente pulso rockero: el talentoso Mariano Otero en bajo, Diego Olivero en guitarras y teclados, Carlos Vandera en guitarra rítmica y coros, Gastón Baremberg en batería y Juan Absatz en teclados. Dos invitados completaron el staff: el primero fue el saxofonista rosarino Alejandro Machuca (integrante de The Broken Toys), que sumó su tenor para darle vuelo jazzero a "Alguna vez voy a ser libre". La segunda invitada cobraría protagonismo, fundamentalmente, por historia y emotividad: Fabiana Cantilo, musa inspiradora de buena parte de todo el repertorio, tuvo participación activa en un escenario que, con su sola presencia, se cargó de complicidades.
Post DLG, punto final de Giros, el repaso dio un salto atrás para transitar por Del 63, Tres agujas y Canción sobre canción, que se hilaron para rememorar al debut solista de Páez; y Nunca podrás sacarme mi amor apareció entonces como único pasaje de Corazón clandestino. Aunque, para ser justos, el cierre de 11 y 6 incluyó acordes de homenaje a La rumba del piano, y una frase de Páez definitoria: "¿Qué es un clásico? Esto es un clásico", se entusiasmó mientras coordinaba los aplausos de un público que se entregó con devoción a su rol de feliz maestro de ceremonias.
La recorrida tuvo escala por La la la (Folis Verghet, Instant-táneas y Hay otra canción, que habilitó un sentido recuerdo a su coautor: Luis Alberto Spinetta), incluyó la inédita Panamá (tema que no llegó a incluirse en Tercer Mundo), cuatro obras del visceral Ciudad de pobres corazones (Pompa bye bye, De 1920, A las piedras de Belén y Gente sin swing) y un paso por Ey (Berlín, Dame un talismán y Polaroid de locura ordinaria). El cierre llegó con Fue amor y un abordaje a Y dale alegría a mi corazón, coreada por la totalidad de El Círculo desde la despedida de los músicos hasta su regreso para un set de bises que incluyó a El diablo de tu corazón (de Rey Sol, único tema post Circo Beat), Brillante sobre el mic y A rodar la vida del consagratorio El amor después del amor y, ahora sí, el fin celebratorio y definitivo con Mariposa tecknicolor.
En ese recorrido amplio, Fito delineó un camino coherente con el tono de Giros, un disco exitoso, sí, que le valió el reconocimiento de la prensa, pero que, por sobre todas las cosas, confirmó su enorme talento creativo, que explicitó su raigambre popular, tanguera y folclórica. Un disco que, en definitiva, llegó para eternizar su capacidad de crear clásicos.
En esa misma sintonía, en el concierto fueron apareciendo obras que ganaron su lugar por sobre ausencias de peso, imponiéndose muchas veces a creaciones que gozaron de mayor respaldo mediático. Quizás fue ése un guiño hacia esos hombres y mujeres que crecieron en sintonía con el mejor Páez, y que pudieron revitalizar una lealtad que difícilmente hayan sostenido con las obras que el compositor comenzó a lanzar en las últimas dos décadas. Un lapso en el que logró colar una buena cantidad de hits, aunque sin poder reencontrarse con el brillo creativo que sí alumbró a estos conciertos aniversario.
En esa selección, en su recorte temporal, Páez permitió la celebración de un público que se prestó al juego de un líder carismático, medido, amable. Un frontman que se lució en sus momentos de serenidad, que guió a su grupo con firmeza y potencia en los segmentos de intensidad rockera. Un cantante que, afortunadamente, no abusó del histrionismo que sólo podría celebrar ya una platea adolescente.
Porque, en El Círculo, Páez volvió a ser aquel Fito esperanzado, analítico, poético, cuya obra se vio atravesada por un romanticismo genuino. En El Círculo, con sus Giros, Fito logró revalidarse como un clásico.
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