CONTRATAPA
› Por Alejandro Hugolini
"Lo más jodido del amor es el destiempo", dice un amigo, de madrugada, en el epílogo de un asado, a la hora en que la botella de Branca es más verde que negra. No los impedimentos de clase, de estado civil, de consanguinidad, de indiferencia del otro, digo yo ahora: no esos tópicos clásicos del melodrama. El destiempo. La grieta en la unidad de tiempo, como en un cuento fallido. El destiempo es un chiste trágico del Guionista.
La Colorada: Él, enamorado de modo adolescente, claro de una pelirroja llamada Vera. Viaje de estudios. Que sí, que no, la Colorada le dijo que había decidido salir con otro compañero. Él, tercero al costado del camino. Pasa el viaje de estudio, pasan diez años. Pasa Él por la casa de Ella, toca timbre. Ella abre la puerta ¡Qué hacés, tantos años, pasá! Ella ahora toca el piano, Él le pide algunos tangos y ella los toca. Pedacitos, fragmentos: Expósito, Manzi, Discépolo. Él no se aguanta y le refiere aquella elección que perdió. El noviazgo con el Turco no duró nada, dice Ella, no nos llevábamos de acuerdo. Pero vos nunca me llamaste, dice ella. ¿Yo? Sí, dice ella, vos. Te mandé saludos, mil veces, con tu hermano, que fue mi alumno en el Poli. ¿Nunca te dijo? Nunca.
El Ingeniero: Él la desea, la admira, la encuentra, un tiempo después, en las escalinatas del Palacio Municipal. Los leones tienen los ojos vacíos. Él, los tiene llenos de Ella. Ella dice que se va a casar, que está enamorada, y Él decide partir a la vieja Europa, a ser un ingeniero en el exilio. Trabaja en una empresa, le empieza a gustar una muchacha española. Tienen dos hijos, Él vuelve 10 años después, y se encuentra con Ella, que está separada y sin hijos. Hay una tarde, hay un beso fugaz, hay un fuego antiguo ahogado en cenizas. Él se vuelve a España, y le dice al partir que no se ilusione con un imposible. Él vuelve diez años más tarde, divorciado de la española, y ahora Ella se ha vuelto a casar y tiene una hija. Yo siempre estuve, dice Él, o acaso Ella, o los dos piensan en El amor en los tiempos del cólera, en ese "ir y venir del carajo" toda la vida.
La Sirenita: El soneto XXII de William S., que tanto le gusta citar a Scalona, parece escrito para la Sirenita: "Si toda la belleza que te cubre / es el ropaje de mi corazón / que vive en ti, como en mí vive el tuyo / cómo puedo ser yo mayor que tú". Ella apareció por primera vez detrás de esa ventanilla el año en que el Banco Provincial decidió retirar a los empleados antiguos y contratar otros más jóvenes y con sueldos más bajos. Él la vio al principio como una niña: delgada, alegre, acaso un poco inocente, sonriendo a todos. Cada vez que iba al banco la miraba ansioso, hasta que un día le informaron que debía cobrar el sueldo en su ventanilla. Caminó dudando hasta la caja, hizo la cola y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra el vidrio cuando se encontró con sus ojos un poco rasgados. Era bella en verdad: dientes de Berenice en una boca húmeda, la nariz milagrosa, los pómulos altos y una piel que sospechaba tibia, el pelo negro cayendo recto hacia el suelo, los pechos tímidos, como de púber. Le bastaba para enamorarse con la mitad que se asomaba tras el mostrador. Entonces empezó a esperar, cada vez con mayor impaciencia, la fecha de cobro. Evitaba pagar el mismo día los impuestos, sólo para poder ir al banco una vez más. Después de un tiempo ella empezó a reconocerlo cuando cruzaba el inmenso hall, y un día en que había poca gente levantó la mano detrás de la ventanilla y la agitó un momento saludándolo, sonriendo y volviendo rápidamente a sus papeles.
Pensaba en ella casi todo el tiempo. Se miraba las piernas y los brazos magros, las primeras arrugas de la frente, y unas manchitas casi imperceptibles en el dorso de la mano que le recordaban que estaba por cumplir cincuenta. Pensó en ser amable y dejarle algún caramelo con el cobro del próximo sueldo. Se sintió ridículo, como esos viejos babosos que ofrecen pastillas a las chicas y las llaman señorita.
No sabía de qué manera hablar con ella, cómo llegar a esa mujer veinticinco años más joven que él. Si la hubiese conocido en otro lado, pensó, quizás a ella no le importaría que él fuese mayor. A veces sacaba cuentas: cuando cumplí veinticinco años ella nació, cuando ella usaba el guardapolvo blanco de séptimo grado yo llevaba diez de casado, cuando se fue de viaje de estudios me estaba separando, y había pasado los cuarenta. Con veinticinco años menos podría ser una hija mía. Pero no es, no es.
Pasaron los días y comprobó con terror que ya no estaba tras la ventanilla. Fue varios días al banco, hasta que se animó a preguntar. Le dijeron que había sido transferida al segundo subsuelo, a un sector donde no se atendía al público. Cruzó el hall casi corriendo, bajó a saltos por la escalera y al llegar al primer subsuelo comprobó con asombro que un canto dulcísimo llenaba el ambiente, parecía brotar de las paredes. Siguió bajando hasta advertir que el agua cubría todo el segundo subsuelo, hasta una altura de dos metros. Bajó tanteando los escalones hasta que el agua le llegó a la cintura. Desde allí pudo ver toda la extensión del local. En el agua límpida, cristalina, flotaban escritorios y carpetas de plástico, algunos papeles y varias sillas de madera, iluminados por reflectores potentes que remedaban al sol sobre un mar en calma.
El monumento al fundador del banco, en mármol amarillento, emergía del agua. Vio que ella salía de las profundidades, sobre un costado, y se acomodaba el pelo mojado con un movimiento preciso de la cabeza, que se aferraba a la estatua como a una roca marina y sonreía, que levantaba con gracia una mano transparente para llamarlo, que lo esperaba. Pero él no sabía nadar.
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