CONTRATAPA
› Por Luis Novaresio
Uno: ¿Qué tienen que ver el fuego en las islas de entre Ríos con un juez de Necochea que considera que manejar borracho es un derecho concedido por la libertad del artículo 19º de la Constitución Nacional a menos que se choque otro auto o se atropelle a una persona? En un país normal, nada. En un país en donde un juez de la Corte arranca una sentencia del protocolo del máximo tribunal, un presidente hace ostentación de transgredir una norma cualquiera, un Congreso sanciona una ley que dice que los depósitos en dinero en un banco son intocables un mes antes del mayor robo a los ahorristas, por dar apenas tres ejemplos, tiene que ver mucho. No te entiendo. De lo que se trata es del afecto a las normas. Sigo sin entender.
El humo de las islas, los candidatos a las elecciones que serán recién en un año y meses, las moratorias de los impuestos que no se pagan en la tierra en donde algunos sí lo hacen, el impuesto inmobiliario que pretende ser cobrado junto con el servicio de luz para cortarte la energía si no lo pagás, todo tiene que ver con lo mismo. Esta semana fue un modesto ejemplo del desprecio al otro del que me gustaría halarte. Supone discutir de las ganas, o de su ausencia, de respetar dos o tres normas.
Y no te entiendo. O, a lo mejor, no querés.
Dos: El profesor deja su portafolios. Es de los viejos. Cuero puro, marrón claro, con tiras que se ajustan a unos pasadores metálicos. Por dentro, seguro, tres separadores, espacios para las lapiceras y un compartimiento para las tarjetas personales. Es de los viejos, te dice el docente. El portafolios y el profesor, digo. Lo aclara el mismo maestro que se ríe de su ocurrencia.
Enseñar Derecho por estos tiempos tiene su cuota de masoquismo. O de sadismo. Depende del ángulo desde donde se mire. Imagínese al pobre docente de Contratos que tiene que justificar que Vélez Sarsfield escribió que los contratos se firman para ser cumplidos. O la de Introducción que tiene que justificar que un código asegura que nadie puede enriquecerse ilícitamente, es decir, sin causa que lo justifique. Prefiero no hablarle de los sufridos profesores de derecho público que hasta hace no muchos años enseñaban la Constitución de 1853 con sus reformas, y hasta la de 1949, cuando lo que regía era el Estatuto del Proceso de Reorganización Nacional.
La enseñanza de derecho en estas pampas, dice el hombre que explica el "dura lex, sed lex", debería hacerse en un aula bajo el amparo de una frase grabada en mármol que dijera que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Y se pide un café.
Tres: El Estado es el "árbitro de lo correcto", es el que fija por encima de los intereses individuales o grupales, cuáles son las transgresiones que atentan contra esa convivencia, y establece su castigo. Me gusta que empieces con alguien conservador, me dijiste. Me río. O neoconservador, como les gusta llamarse. Libertatarios, se autodefinen los pensadores como Roberto Nozick que desafía a los anarquistas con un estado mínimo, especie de inspector de tránsito de conductas sociales que joroban a un tercero. Fuera de ello, nada. Del otro lado, los que creen que el estado debe hacerlo todo, balanceando las desigualdades, aboliendo privilegios privados, siendo el gran padre que todo lo ve o, al menos, lo sospecha. Eso, a trazos gruesos, me dijiste. Grueso a la izquierda, sutil a la derecha, obviamente. Me río otra vez.
Pero yo te pregunté algo más específico. ¿Para qué sirve el estado? ¿Para regular y oprimir a la gente como dice Carlos, el del Capital, o para mejorar la calidad de vida de la mayoría como creen los utópicos del bienestar social? Más preciso: ¿para qué sirven Kirchner, el Congreso Nacional, Obeid y sus legisladores, Lifchitz y sus concejales? Ahora me empieza a gustar.
Cuatro: El 28 de enero pasado en Necochea, el conductor de una camioneta embistió a un automóvil en estado de ebriedad, "intoxicación etílica de segundo grado". El juez correccional subrogante de Necochea, Mario Alberto Juliano, analizó el caso y declaró inconstitucional un artículo de Código Contravencional.
En su fallo, que aparece publicado en el portal de Internet de la Suprema Corte de Justicia bonaerense, Juliano considera que "la acción de beber, moderadamente o en exceso, forma parte de la forma de conducción de la vida que cada uno escoge".
Agrega que "lejos de contravencionalización, debería ser merecedora de ayuda y auxilio". O sea: me emborracho hasta el punto del coma alcohólico, manejo el auto que me compré con mi dinero ganado con esfuerzo y si no mato, choco o molesto, nadie se mete conmigo. Y todo invocando mi sacrosanto derecho a la libertad de la vida. Pariente de tal reclamo es el no uso del caso en la moto, que me da calor o me despeina o las dos cosas a la vez. Y el argumento funciona.
Quemar pastos es una práctica ancestral. Se desmaleza, se controlan las alimañas y se abre el terreno a la producción de ganado, actividad de lo más rentable. ¿Humo? No se conocen consecuencias serias. ¿Olor? Es casi estético. ¿Accidentes por falta de visibilidad? O acaso ustedes no queman en las autopistas, no padecieron la Celulosa de Capitán Bermúdez o no vuelcan los residuos sanitarios en pleno Paraná, a la vera de las playas. Y también funciona.
Y así, tanto más: me llevan el auto con la grúa por estacionar mal y andan carros tirados por caballos o coches sin seguros. Se prohíbe fumar en los bares pero se vende cocacína en cualquier lado, se persigue a las prostitutas en la calle pero se cobran peajes a los departamentos del centro con chicas cuasi adolescentes. Por supuesto, también funciona.
Cinco: El profesor dice que ya casi tiene nombre para su teoría. Y espera que en los libros se lo recuerde como el creador. Si hay teoría del mal menor, del mal que por bien no venga, sin dudas debe haber una teoría del mal ajeno. Postulado: todo mal personal se disculpa por el mal ajeno. Agregado. El mal ajeno es siempre mayor. O, el infierno son los otros.
La desesperante vocación a no cumplir ninguna regla provoca más injusticias que una regla injusta. Una norma que propone una conducta que no se merece trae como una sola consecuencia disvaliosa. El profesor abre el portafolios viejo y toma papel y lápiz para ejemplificar. SI desde mañana dijéramos que todos los que miden un metro y setenta y siete centímetros, casualmente tu altura, deberán pagar el doble de impuestos de la cifra normal, coincidiríamos que la idea es arbitraria. LA única consecuencia, sin embargo, disvaliosa recaería en vos y todos los de esa altura. Pero al resto, no los afectaría. Ahora si yo dijera que los impuestos se pagarán de acuerdo a la altura que el titular de la AFIP decida para cada mañana, la catástrofe a largo plazo sería peor. Hoy te podés salvar. Y mañana, a la mejor también. Pero no pasado. Entonces, te enojarías cuando te toque aduciendo que ayer vos eras más petiso y que hoy te hacen pasar como una jirafa.
Manejar borracho es asesinar en potencia. Quemar islas es contaminar. Como las pasteras de Fray Bentos, contaminar. Perdonar impuestos indiscriminadamente es juntar dinero como se pueda y tomar de idiotas a los pagadores. Considerarte discriminado por un pedido gentil por un acto privado exagerado que hacés en público es discriminar a los que piensan distinto. Sean mayoría o minoría. El justificativo de otros hechos peores no alcanza. Hiroshima es peor que la quema de Victoria. El robo del siglo peor que yo no pague la tasa municipal. El genocidio peor que un dueño de un bar algo intolerante. Y así se puede seguir hasta la manzana de Eva, acto horrible que Adán uso para fundar el machismo. Y el profesor se ríe. Mucho.
Este juego llamado sociedad organizada se basa en respetar dos o tres ideas, leyes, normas o como usted quiera, me dijo el profesor, que sirven, no para el mentiroso deseo de ser mejores, sino apenas para vivir en paz con uno mismo respetando la paz ajena de tantas otras vidas diferentes.
Jugar al respeto. A ser respetados. Sin excepciones. Y todos. Sin comodines. ¿Ahora se entiende?. Creo que sí.
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