CONTRATAPA
› Por Joaquín Yañez
Se asomó a la habitación. Estaba dormida, o se hacía. Pensó que unos meses atrás lo hubiera esperado con mates.
Se cambió en la cocina, tratando de no hacer ruido. Ella no tenía necesidad de despertarse temprano, al menos hasta que el ministerio decidiera.
Salió para saludar a los perros: lo más parecido al cariño y la ternura en su vida. Tiene poco tiempo para la gente. Sofía no cuenta, se dice, más allá de los perros estoy solo.
Buscó la soga con nudos en el estante de las herramientas y se la tiró, ellos pelearon por llevarla de vuelta, hasta que Cabra se enojó en serio.
--Evo, cobarde. ¿Dos ladridos y arrugás? Con cagones no juego.
Sacó la billetera del bolsillo chico de la mochila. Le quedaban veintiséis pesos. Es lo mismo que nada, se dijo.
Compró cien gramos de salame y seis pesos de pan. Pidió un porrón fiado.
--Y un paquete de arroz ¿Puede ser? Te pago estos días.
--No pasa nada, querido.
--Es para los perros.
--No hay problema.
Hizo el camino de vuelta fumando, tiró la colilla antes de entrar. Sofía se había levantado. Caminaba desnuda por la cocina, hablando por celular. Se saludaron con las cejas. No trató de escuchar lo que decía.
Abrió la cerveza, sirvió un vaso, y salió al patio. Se acomodó en el suelo con el paquete de fiambre en un lado y el porrón del otro. Cada tanto le daba media feta a los perros. Prendió otro cigarrillo, comía y fumaba al mismo tiempo. Terminó el fiambre y entró a cocinar el arroz.
--¿Qué hacés?
--Para los perros.
--Claro. Los perros primero.
Quedaron un momento en silencio. Ella se metió en la pieza y prendió el ventilador. Al rato volvió y dijo:
--Era Lucía ¿sabés? Hoy se reúne con la gente del ministerio. Ya le adelantaron que no seguimos.
--Bueno, por lo menos es oficial--, contestó instantáneamente, sin medir las palabras. --Qué cagada--, agregó.
--Sí, qué cagada.
Sacó del freezer una bandejita con carne picada.
--¿Le vas a dar eso a los perros?
--Tienen hambre. Total...
El arroz formaba globos pesados en la superficie. Los miraba reventar mientras se preguntaba cómo había logrado ponerse en esa situación, cuándo fue que vestirse y emborracharse dejaron de ser prioridades.
Revolvió un poco más y apagó el fuego. Abrió la puerta del patio
--A pasear...
--Si tanto los querés, podés limpiar el fondo algún día. No es sólo darles comida y pasear.
--Bueno--, contestó.
A esa hora no hay mucha gente en la plaza. En vez de jugar entre ellos, le pedían a cada rato que les tirase la soga. Estos perros son muy dependientes, concluyó.
Lo primero que hizo cuando volvió, fue mirar la olla. Ella le dijo que si estaba con energía podía hacer algo en la casa, que por una vez en la vida no se iba morir.
--Yo trabajo--, respondió.
--Yo no ¿sabés? Yo soy un ñoqui, borracho hijo de puta--, dijo, y rompió una ventana con el control remoto de la tele.
La comida estaba tibia, hundió el dedo índice y revolvió despacio, después se lo metió en la boca. Los perros levantaban el hocico buscando el olor de la carne.
--¿Qué vamos a hacer? Ella se hizo la sorda.
Le pareció que no eran justas las cosas, que si nadie decide nada, nadie puede cuidar de nadie y que, sin embargo, sería necesario.
Juntó los vidrios más grandes con las manos, los envolvió en papel de diario, y les pegó con un martillo.
Nadie puede cuidar a nadie --repetía-- porque nadie elige: la vida es eso que te pasa.
Mezcló el vidrio molido con el arroz. Fue hasta el lugar donde les pone el alimento. Evo y Cabra estaban enloquecidos con el olor que salía de sus platos. El no se decidía a matarlos. Al final, pegó media vuelta y se metió en la casa.
No es posible cuidarse, pensó, nadie ve venir la vida.
Tiró la mezcla al inodoro.
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