CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Queda la casa en el pueblo, y esa esquina donde me dijiste adiós para siempre. Los que no quedan son los plátanos ni sus hojas que regaban el suelo en ese Otoño que se fue para morirse, como los años encimándose sobre nosotros, impiadosos y crueles y siempre pegando en los límites de aquella adolescencia ya muerta.
De qué socavón oscuro de silencios puede guardarse ese perimido sentimiento, es pureza que percudió el oprobio de los años que nos arrinconan ante la luz que se apagó ante los ojos sin fe.
Pero siempre quedan los árboles, aunque no son aquellos añosos plátanos que es memoria de los más viejos a los que acompañaron con su sombra propicia, protectora y esperada.
Los árboles, quiero decir, los más nuevos, los que se interponen entre los duros rayos del sol y la desidia de la gente que presurosamente realiza sus trámites para huir cuanto antes de la canícula de este verano que no da un segundo de resuello y cuando llega el atardecer una nube literal de mosquitos acosa al viandante distraído o al incauto que sacó su silla a la vereda para "tomar fresco" con naturalidad, como era en otro tiempo. Pero esos son otros tiempos, y uno lo debe comprender.
Una pequeña población rodeada de verde, de árboles muy altos, algunos álamos, unas tipas empecinadas que resisten en las afueras, los paraísos que la comuna planta en las veredas, los pastizales que cubren los zanjones, los espejos de agua que festonean las orillas, todo contribuye para que el lugar sea realmente placentero. Si uno mira los bañados que las numerosas aves acuáticas sobrevuelan en amplios círculos apenas un ser humano se acerca, por más cuidado o sigilo que ponga, nada merece su confianza y ni qué decir si se produce un disparo que va extendiendo sus ondas sonoras por el confín de los campos.
El ruido imparable de los batracios permanece impertérrito como si no perteneciera a este mundo sino a uno paralelo donde cada cual produce su propio ruido que no es precisamente el tono de Mozart.
Cuando las calles eran de tierra polvorienta y sólo las iguanas y las mariposas cruzaban en días estivales donde el sol caía a plomo esa quietud se quebraba con el paso de unos perros vagabundos peleándose o un carro que rechinaba con su negligente pachorra.
Ahora con el asfalto que cubre todas las calles del pueblo, que cruzan autos y chatas cero kilómetro, veloces, distintas maquinarias agrícolas y camiones con una altura que excede el piso superior de una casa, uno desearía por un minuto esa calle de tierra, ese silencio, esa modorra en que el pueblo se solazaba esperando el sulky traqueteante del viejito Ortali, con su sombrero que le cubría la cara angulosa con los huesos pronto a salirse de madre y rodar hasta las zanjas que cubren gramillas cubiertas de polvo.
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