Dom 24.09.2006
rosario

CONTRATAPA

Ser inteligente

› Por Luis Novaresio

Mal momento. El peor, no me la endulces. El peor momento hasta ese momento. ¿Puede ser? Puede. Entonces fue el peor momento. Ahorrá descripciones. Detesto las adjetivaciones delirantes, me dijiste. Sea. El peor momento. Aunque si lo pienso, maldita la duda del pensar, me acuerdo de la muerte del padre de uno de los pibes de séptimo grado y fue peor. Te detesto. Primero, porque recordás qué hiciste la primera de siete grados y luego porque te encanta atravesar la muerte para redoblar la apuesta de las cosas malas. Y me dio la impresión de que te enojabas. En serio. Ya sé que vos todavía no lo descubriste ni siquiera ahora, a los cuarenta. Qué te voy a pedir a los trece, cuando entrabas a la secundaria. Pero el hecho de que no sepas, no sepamos, enfrentar el único hecho incontrovertible, necesario y permanente de la existencia, no te da derecho a creer que ese hecho es el más trágico de esa misma existencia. Te pierdo cuando hacés filosofía declamatoria, pensé. Pero no te lo dije. Somos apenas un puñado de cosas posibles. Arrojados, siempre, al único posible de todos los posibles: La muerte. Silencio. Es posible que seas gordo o flaco. Es posible que seas exitoso o un fracaso. Es posible que te cases, que no llores nunca, que venzas a un tumor, que cantes La Traviata, que jamás tengas un orgasmo. Y lo que quieras. Todos son posibles. Pero el único posible de todos los posibles es que te vas a morir. ¿Entendés?

Supe que el primer día de clases de la escuela secundaria fue uno de los peores de mis trece años de existencia. A los existencialistas y los posibles de la vida los conocí mucho más tarde. Formar fila en el patio, día gris, uniforme nuevo, caras desconocidas. No era poco. Nos ponen en hileras prolijas para disimular el desorden que tienen. Eso lo dijo uno de los más altos, con voz que era de respetar. Y el día seguía siendo malo. Había, como él, los que ya gozaban del estirón del crecimiento en altura y los que manejaban sin sobresaltos una voz abaritonada. No como la tuya, me dijiste, que sigue siendo deseada por los coros de niños, ubicate en la parte de arriba, vos hacés de soprano, decía sin problemas el director musical. El problema era tuyo, maldito sea el maestro, que cuando ibas a jugar a la pelota, en el pan y queso, quedábamos para el final los sopranos. Hermoso. Otro día de los peores.

Alta en el cielo andaba el águila guerra. Azulu lala. ¿Cómo? Azulu lala. Del color del cielo, del color del mar, le fruncías la nariz a la piba que estaba a la par tuya, hilera de al lado. Ese día que para vos fue el peor fue la cuna de una amistad que dura hasta hoy. ¿Ves que los paraísos son los paraísos perdidos? Después del timbre, todo se manejaba a los timbrazos, se entonaba la canción de la bandera para izar el lábaro patrio, todo enseñado a los gritos por voz cascada de garganta protegida con collar de perlas. De dos vueltas. Ella estaba a tu altura, en la fila al menos, y cantaba Aurora con estrofa personal. Auzulu lala. Ya en el salón le enseñarías que era Azul un ala, como el cielo y del otro lado, azul un ala, del color del mal. Y ella se reiría por un rato largo, por horas, como hace todavía hoy cuando se juntan a hablar de la nada. De la existencia posible. Ella, amiga parida en el peor día de los primeros trece años, la que canta como quiere: Un rayo misterioso, arácnido en tu pelo. ¡Pero cómo se te puede ocurrir que a Gardel se le iba a ocurrir la metáfora de una araña en la cabeza de la mina el día que me quieras! Y risas. Muchas risas. No te miento. Ella se reía. Ella se ríe.

Timbre. Matemática. Siete y cuarto de la mañana. Timbre gélido. De pie. Punto. Entonces, todos, con ese timbre, nos poníamos de pie. ¿Y estaba mal?, me preguntaste. Era un modo. El creer que la seriedad tenía formas. Que el respeto se ganaba con silencios impuestos y no con idoneidad sincera. Sea. Te creo. Pero hoy la informalidad y el desprecio a cualquier forma se cree democracia, y eso tampoco es justo. Siento, me dijiste, que se viene un todo tiempo pasado fue mejor y de ese negocio, no compro. ¡Claro que no!, me gritaste para imponer algo de la vieja autoridad. Soy de la época en que se discutía si tomar un examen no era una actitud fascista, de cuando se quitaba la enseñanza del inglés de la currícula de periodismo porque no estaba en los programas, de cuando se abolió Derecho Romano de la carrera de Abogado porque a quién le importa lo que dijeron Papiniano o Justiniano con todo lo que han escrito nuestros honorables legisladores Borocotó o Barrionuevo por poner dos ejemplos.

Ponernos de pie no nos dejó una marca indeleble que mereciera terapia colectiva contra el autoritarismo. Concedeme. Te concedo. Y entonces, ella entró. Será porque estábamos en la época (¿apenas 25 años atrás merece hablar de "época" pasada?) de Alta en el cielo, lo cierto es que estábamos parados al lado del pupitre y en silencio. Ella nos registró con inspección visual. Ojos de pájaro. Excéntricos, un campo visual con el oftalmólogo le daría cien sobre cien. Los lunes a primera hora de la mañana se enseñará matemática: Aritmética, geometría y algo de astronomía. No mucho, dijo y nosotros seguíamos de pie, porque no creo que les dé para más. Una monada. Con suerte llegaríamos a la Luna. Marte, con mucha voluntad. Plutón, muchas gracias, al fin y al cabo hoy sabemos que ni planeta era. Asiento. Seco. Otro timbrazo. Humano, ahora. Nada de otro verbo como tomar o un amigable por favor: Asiento. Y todos quietos en la madera rasgada por lo que ya habían pasado por este calvario. Si el primer día de clases de la secundaria era ya el peor de nuestras vidas, la tuya, me corregiste, iniciarlo con matemática y este monstruo frío que haría el amor con el cuadrado de la hipotenusa de Pitágoras era el diluvio universal.

Tomó la lista y dejó caer su dedo índice derecho, su uña para ser precisos, sobre ella. Nostradamus habrá hablado del fin del mundo. Vos y yo supimos que esto era peor. Me nombró a mí. Mi apellido me sonó ajeno. Sentí que era de otro. Seguro que alguien levantaría la mano y diría ése soy yo y vos podrías agradecer la posibilidad, otro posible existencial, de la homonimia. Pero no. Claro que no. Repitió mi apellido y ahora el tono reclamaba que ese idiota invocado estuviera ausente o muerto. Tu mano presente y viva, todavía, dijo soy yo. Lento, te bautizó ipso facto. Lento. Siendo la matemática una disciplina para inteligentes, dijo, ¿podría definir usted qué es ser inteligente?

Trece años. Pelea por saber si estas dimensiones del cuerpo serían para siempre. Para saber si este calor que hierve como la leche para el desayuno, la que se derrama igual, podría ser controlada alguna vez. Uniforme con corbata incómoda. Gente que no conocés y son más altos, más lindos, más rápidos, simplemente más. Asiento en un banco duro. Y, encima, coronación de la existencia que ya mismo merecía la muerte, preguntarte qué es ser inteligente. Silencio. Silencio. Largo silencio. Una mueca de sonrisa de alguno sentado lejos. Severa mirada del pájaro excéntrico. Silencio. Silencio. Hasta que al fin ella dice: Lento y mudo. Mala combinación. Mal futuro. Debería hacerle un juicio, me dijo ella. Y lo perdería en lo que tarda un pestañeo. Demasiado fácil.

Ser inteligente, tomen nota, carpetas que se abren, cartucheras que descorren cierres, rumores de temor, ser inteligente es saber resolver un problema determinado con el menor esfuerzo posible en el menor tiempo posible. Y allí mismo, pizarra negra, el mundo se llenó de números separados por signos más, menos, infinito y cantidades quebradas. Hubiera podido llorar. Y hasta quise hacerlo. El miedo, el temor a la indignidad posible que naciera de una lágrima me enseñó el ejercicio de apretar dientes e hinchar encías. Supe que nunca podría. Eso sentí. Esa mujer, a los trece años, me enseñó, sin admitir prueba en contrario, que no podría. No poder era no ser inteligente. No saber resolver un problema si no era con ayuda. No poder no usar mucho esfuerzo ni disponer de mucho tiempo para las cosas. Así soy, pensé en primer año de la escuela secundaria. Nada inteligente. Sentí que mis viejos me repudiarían. O al menos, se avergonzarían.

Cuando supe que sería lo que debía ser o si no, sería abogado, ya cursaba el quinto año de la Facultad. Entonces hacían falta seis años de cursado. Se ve que entonces éramos definitivamente duros de entendederas ya que ahora con cinco, o cuatro y chirolas, se puede. Pero ese es otro tema. El profesor de Filosofía Jurídica entró al aula, facilitó la bibliografía y recomendó algunos textos específicos. Nos deseó buena suerte en el adentrarnos en el erótico mundo del pensamiento más desnudo. Pensar por el mero hecho de pensar. Conocer para querer conocer más. Asumir que el prejuicio entorpece en el camino de saber. Eso es la filosofía. El camino a la pura inteligencia, dijo el maestro con pasión que contagiaba. ¿Alguien sabe qué es ser inteligente? Esta vez, mi mano revivió sin esperar un segundo llamado. Voz firme, con veintidós años, dije que era resolver un problema con el menor esfuerzo y en el menor tiempo posibles. El profesor se rió. Mucho. Como cuando azulu lala. Mucho. Usted es tan pavote, mi amigo. Y me palmeó con verdadero afecto. Ser inteligente, amigo, amigos todos, dijo mientras se sentaba entre nosotros, en los mismos pupitres, ser inteligente es descubrir el camino personal para ser feliz. Inteligencia es felicidad. Y se fue. No si antes desearme el mayor horizonte de felicidad. El mayor posible. Un gran posible existencial.

Aprendí mucho. De Kelsen a Maritain, De Heidegger a San Agustín. De las trillizas de oro de Grecia, Sócrates, Platón y Aristóteles y de mi amado Sartre. Deleuze. Deconstruir, reconocer la plusvalía, saber que el existencialismo puede ser creyente con Kierkegaard. Tanto. Tanto más por saber. Tantas ganas de seguir conociendo.

Y esta retrospectiva doméstica, ¿a qué viene?, me dijiste. No sé. Me acordé de todo esto cuando supe que una docente de secundario demandó a un alumno por calumnias e injurias y le pidió cinco mil pesos de resarcimiento enojada porque él protestó, como muchos, por no poder aprobar matemática. ¿Y, entonces, qué tiene que ver?, insististe. No sé.

Aunque pensándolo bien, siendo inteligente, me doy cuenta que de matemática no aprendí nada. Y de lo otro, tanto. ¿Se entiende?

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