CONTRATAPA
› Por Alejandro Hugolini
"Primero te odian y después buscan las razones", me dice Sergio S., allá por 1982, en el tercer piso del Politécnico. El prestigio de la razón hace necesaria su postulación posfacto, después de haber cedido al deseo, a la pulsión. Primero actuar y después justificar. Una razón no racional, como en la conocida frase de Pascal, pero que necesita ser enunciada. Los niños de la década del '70 recibimos ante cualquier ¿por qué? una respuesta inapelable: "Porque yo te lo digo". O bien "Porque soy tu padre, tu madre...".
Las razones muchas veces se constituyen en poesía, y circulan a través de la anécdota, el chiste, la literatura, el cine. A lo largo del tiempo van dejando una marca en la memoria, con la edición o el montaje personal de cada uno. "Ese montaje muchas veces es superior al del director" decía José Carlos González Montanaro, hombre de cine y de los años fundantes de la televisión rosarina. "O al menos lo es para nosotros", aclaraba. Nuestra memoria completa o modifica lo que leímos, lo que escuchamos, lo que vimos.
Maccaroni
Robert Traven y Antonio Jasiello (Jack Lemmon y Marcello Mastroianni), protagonistas de Maccaroni, llegan en auto a una espaciosa villa napolitana. Allí, con toda su familia, los espera María, hermana de Antonio y ex novia de Robert, que fue soldado norteamericano en la Segunda Guerra Mundial, cuarenta años atrás. A Robert le resulta chocante una Estatua de la Libertad de plástico e iluminada por dentro, excesivamente kitsch, que está en un lugar destacado del living. Para su confusión, María y su esposo se la agradecen como regalo de casamiento. Pero la sorpresa no termina ahí: aparece una valija con cartas que relatan sus aventuras por el mundo, enfrentando huracanes y terremotos, salvando niños y haciendo tareas humanitarias. Cuando se retiran, un Robert malhumorado dice, ya dentro del auto: "Yo no escribí esas cartas. ¿Quién las escribió?" Antonio, sin inmutarse le responde "Ya lo sé, yo mismo las escribí". "Pero ¿por qué, porqué?", pregunta desorientado Robert. "Porque aquí mucha gente esperaba noticias tuyas".
Ludwig y el Mayordomo
La historia la cuenta Juan Forn en el primer tomo de Los viernes. La familia Moreira Salles, de la alta burguesía de Río de Janeiro tiene un mayordomo italo-argentino: Santiago Badariotti Merlo, que parece sacado de una película inglesa con Anthony Hopkins. De hecho, Badariotti Merlo, antes de mudarse a Río, trabaja diez años para una familia británica de Buenos Aires. Culto, estudioso, habla y escribe en cinco idiomas, y durante 40 años construye una enciclopedia personal con más de 35.000 anotaciones sobre personajes históricos. Es imprescindible para los dueños de casa y tratado con gran consideración. La familia escucha música en la mitad de la noche. Van a la sala y lo encuentran en el piano, de frac. "¿Santiago, por qué estás vestido así?", le pregunta la dueña de casa. "Porque estoy tocando Beethoven", contesta el mayordomo.
El antojo del Papa
Es ya clásico el chiste del Papa que sufre una extraña enfermedad y los médicos no aciertan a diagnosticarla. Y mucho menos a curarla. Hasta que un médico le advierte que la enfermedad es mortal y que sólo hay una cura: mantener una relación sexual con una muchacha joven y virgen. El Papa se niega de plano, pero el médico le recuerda su obligación con los cristianos y le pide que haga un sacrificio. El Papa acepta, pero impone sus condiciones: que la muchacha sea ciega (para que nunca sepa que estuvo con él), y que sea sordomuda (para que no lo reconozca por la voz y si lo hace no pueda contarlo). Y agrega una condición inesperada: "Que tenga buenos pechos". "¿Por qué Santo Padre?", pregunta sorprendido el médico. "Per che me piace".
Valkiria aburrida
Emilio Renzi (alter ego de Ricardo Emilio Piglia Renzi) viaja de noche a Mar del Plata donde su padre agoniza. En el colectivo se duerme, y es despertado por una mujer madura y de piel muy blanca, que supone que él se siente mal. Entablan conversación y ella le cuenta que se llama Aida Monti y que fue cantante lírica, pero desde hace cinco años no puede cantar más. Una mañana se levantó y se le había ido la voz, dice, mientras enciende un cigarrillo. Para reafirmar su historia, le dedica a Renzi una foto suya, caracterizada como Valkiria, interpretando a Wagner, sobre un telón pintado que hace de fondo. Antes de bajar, Renzi la toma del brazo y le pregunta "¿Por qué mentís?". Ella, sin molestarse, y mirándolo a los ojos, le contesta: "Porque me aburro en los viajes".
Gelsomina sin Zampanó
Giulietta Masina, esposa de Fellini y actriz fetiche de sus primeras películas, protagonizó La Strada que recrea, sublimada, la historia de San Francisco y el lobo. O la relación de Giulietta y Federico. El, un lobo con zampas (garras), uno que devora, un "Zampanó". Ella, una mujer-jazmín, una "Gelsomina". La fuerza y el perfume, el músculo y la sonrisa, el huracán que atraviesa el mundo y las manos que cuidan el fuego del hogar. Juntos toda la vida, con un embarazo perdido en un accidente doméstico, con un Fellini obsesionado por las mujeres y corriendo a menudo detrás de ellas, Giulietta cultivó el bajo perfil y nunca dio material a los paparazzi ni a los periodistas de chismes. En 1993 Fellini murió y Giulietta, al estilo de algunas mujeres de otro siglo, se dejó morir en apenas seis meses. El periódico Il Tempo le dedicó una página completa. La nota comenzaba afirmando la razón poética, siempre superior a la frialdad del parte médico: "E morta perche senza Federico, quella vita non le piaceba piú".
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