CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
"Seis bocacalles, noche, la neblina./ El lamparón de un bar contra el silencio./ Tan sola, a la intemperie, allá en la esquina/ tiene frío la estatua de Florencio.
Tan así, la solapa levantada/ con la noche que hace, y en la cabeza,/
tan la mano en el pecho, descarnada,/ qué sé yo, da una cosa, una tristeza...
Como dijo Carriego, qué ocurrencia/ la de irse a las estrellas. Sabe, amigo,/ no valía esa estatua su insistencia/ de andar hilacha, a puro sueño... Digo
Miren que estarse ahí como un linyera,/ a la intemperie, solo, qué cabeza/ estarse ahí tan pobre, tan cualquiera,/ da una cosa, caramba, una tristeza...
Miren que estarse ahí..., Abelardo Castillo
A mediados de los sesenta, Gardel todavía estaba vivo. Podría jurarlo. Cantaba cada día mejor por la radio y en los vinilos que giraban en el Winco de mi casa. Las repetidas anécdotas contadas por quienes lo habían visto alguna vez no transpiraban tristeza. El gordo Semilla, boxeador en su juventud, voceador de diarios en su retiro, también lo sabía. Toda la viveza para caminar el ring, que lo había convertido en el sparring favorito de Alfredo Bunetta en el Ñaro Boxing Club, parecía usarla en la inventiva de titulares falsos voceados para vender ejemplares. "¡Quinta La Razón!... Encontraron escondido a Carlitos en la selva colombiana. ¡Mudo y con el rostro quemado, se niega volver a su Buenos Aires querido! Mi padre compró aquel vespertino como forma de pago a la creatividad del vendedor, pero también con cierta esperanza de veracidad en la noticia. "Mañana se cumplirán treinta y dos años del fatal accidente de Medellín", rezaba el encabezamiento de un pequeño artículo en la última página del periódico. Todos los juegos que jugaban las pibas en la vereda me parecían estúpidos. Todos menos uno, el de la estatua, con la participación de Laurita. Apoyaba su espalda en la pared, para luego salir despedida hacia el centro de la acera en donde quedaba congelada representando una figura elegida previamente. El primer concepto de belleza lo aprendí de la mano de violinistas, bailarinas y basquetbolistas, que mi vecina supo regalarme. Sentado sobre el cordón de la vereda, convertido en un monumento de piedra, sentía correr mi sangre a la velocidad de la luz. Laura sabía fijar la mirada en un punto invariable, una antena de televisión, un tanque de agua, el 3327 pintado en chapa, dirección de su casa, referente al que quedaba soldada por hilos invisibles. Nunca fijó sus ojos en mí. De allí mi rencor a todos los monolitos. A la efigie de Sarmiento pensando en las alturas en el medio de calle San Juan, más allá de los cables del trole o a la representación de Belgrano situado muy cerca del laguito, que siempre confundí con la figura de San Martín. En los años setenta, adolescentes rockeros, negadores y soberbios nos supimos enfrentar a una comisión gardeliana que amenazaba con dejarnos sin nuestro campito destinado a jugar a la pelota. Perdimos la pulseada. Asistimos a la inauguración del monumento con sed de venganza. Al descubrir la desproporcionada escultura de bronce, nuestras risas y silbidos contrastaron con los aplausos de los seguidores del ídolo. "¡Ese no es Gardel, es un primo lejano que vivió en Rosario!", fueron las últimas palabras gritadas por Culin Galfione antes de ser expulsados de la plaza. En la misma noche del estreno volví al lugar de los hechos. Caminé despacio alrededor del homenajeado, busqué con mi mirada sus ojos de hielo, toqué la escarcha en la mano abierta del condenado a estarse parado en dicha esquina eternamente, con la misma opción de rebelarse que tiene un difunto antes de ser guardado en un nicho. No sé si sentí la misma compasión que afligió a Castillo frente a la imagen de Florencio, lo único que sé es que recién en ese preciso momento, a nuestro zorzal criollo, lo di por muerto.
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