CONTRATAPA
› Por Roberto Retamoso
De las trece acepciones que el diccionario de la Real Academia Española otorga al término valor, tomaremos solamente dos, la segunda que dice "cualidad de las cosas, en en virtud de la cual se da por poseerlas cierta suma de dinero o equivalente", y la octava que afirma "cualidad del ánimo, que mueve a acometer resueltamente grandes empresas y a arrostrar los peligros", por ser las más significativas en función de lo que aquí nos interesa abordar. Porque para la primera de estas acepciones, cuyo sentido podría completarse con la que en el diccionario aparece en sexto lugar -"rédito, fruto o producto de una hacienda, estado o empleo"- , el valor es una cualidad de las cosas, por las que se paga una cierta suma de dinero, mientras que para la segunda es una cualidad del ánimo, que mueve a acometer grandes empresas y arrostrar los peligros que ello pueda implicar.
Por ello, resulta interesante el contraste que el diccionario establece, al asignar a un mismo vocablo sentidos prácticamente antitéticos, pero es sabido que ello no es consecuencia de una facultad de ese catálogo de palabras y usos, sino de la riqueza versátil, heterogénea y plural que caracteriza a la lengua, que puede designar, con la misma expresión, lo que es del orden material de la posesión y disposición de todo tipo de bienes, y lo que es del orden moral que hace a las grandezas y miserias de los seres humanos.
Y si es interesante constatar que un mismo vocablo, el valor, puede bifurcar su significación proyectándose en direcciones tan disímiles, lo es más aún cuando lo referimos a otro término que, como la sangre, posee también acepciones diversas, ya que de ella predica el diccionario "líquido, generalmente de color rojo, que circula por las arterias y venas del cuerpo de los animales", según una definición de corte físico y biológico, como asimismo "linaje o parentesco", o "condición o carácter de una persona", con lo cual el sentido, nuevamente, si no se contradice por lo menos adopta orientaciones irreductibles las unas por las otras.
De manera que, si convertimos la relación de conjunción que propone el título de esta nota en una relación de pertenencia -el valor de la sangre-, sustituyendo la partícula conjuntiva por una preposición, podremos observar que la polisemia, por no decir ambigüedad, que tiñe a esos vocablos, produce resultados cuya significación se muestra como algo trascendente. Pensemos, así, en los modos en que podría interpretarse este sintagma que se produce al acoplar de otra manera los términos que nos ocupan, el valor de la sangre. El primero, como es obvio, consistiría en afirmar que la sangre puede tener un valor económico o mercantil como una mercancía más. ¿Es forzada esta interpretación, o por el contrario, y a pesar de algún desliz que se pudiera reconocer hacia el plano siempre esquivo del orden metafórico, puede entenderse de forma literal? Está claro, nos parece, que así puede entenderse, si tomamos a la expresión desde perspectivas que, una vez más, se inscriben en el universo de los antagonismos, pero que más allá de ello terminan encontrando denominadores comunes, con lo cual se estaría probando que, lo que resulta plural y ambiguo a nivel de la lengua, jamás deja de proyectarse en el plano del pensamiento y los discursos, demostrando, por añadidura, que pensamiento y discurso no son más que modulaciones especiales de ese sustrato común que ofrece la lengua. ¿Y cuáles serían esas perspectivas antitéticas que interpretan esta expresión, el valor de la sangre, sobre el piso común de un mismo denominador? La de Marx, o del marxismo, y la del Papa Francisco, o de la iglesia católica. Porque así como el autor de El Capital pudo afirmar que la acumulación del capital queda marcada en la historia con trazos de sangre y fuego, el Papa acaba de manifestar que, ante la oferta de una donación proveniente de personas corruptas, la rechazaría diciendo que está manchada por la sangre de la gente por ellos expoliada.
Semejante recusación, compartida por figuras y tendencias opuestas en el plano de la filosofía y las creencias religiosas, coincide, de todos modos, en una perspectiva ética o moral, que juzga, en ambos casos, lo que podríamos denominar la mercantilización de la sangre. Y si así lo hacen es porque además, ambas, y cada cual a su modo, coinciden en interpretar de otra forma a la expresión que nos ocupa, ya que el valor de la sangre puede pensarse ahora, antes que como el precio que la sangre tiene, como el valor, en el sentido de cualidad del ánimo, que la sangre, en tanto condición o carácter de una persona, comporta.
De tal modo, el valor de la sangre significaría, en este caso, su cualidad para acometer resueltamente grandes empresas y a arrostrar peligros, según una forma que ahora sí se desplaza hacia lo figurado, para permitir con ello, por medio de una metonimia o sinécdoque evidente, predicar de la sangre lo que se quiere predicar de la persona que la aloja, con lo cual podríamos proponer, finalmente, que los significados antitéticos que contiene la expresión el valor de la sangre pueden leerse como las pasos sucesivos de la misma parábola.
Así, esa parábola puede exponerse de la siguiente manera: diríamos, en primer lugar, que el valor de la sangre representa el sentido mercantil de la sangre humana, tal como lo conciben todos los explotadores de su propia especie que existieron y existen, entre los que descuella, entre nosotros, el actual presidente de la república, acompañado por un séquito de exaccionistas notorios que pretenden, como se dice, chuparle la sangre al pueblo. Que para poder llevar adelante sus nefastos propósitos, necesitan de la fuerza y la violencia, tal como se acaba de presenciar en el Monumento a la Bandera, acompañados por la anuencia servil de los gobernantes locales.
Mientras que en segundo lugar, el valor de la sangre representa el sentido ético que lleva a grandes empresas y arrostrar peligros, tal como lo acaba de demostrar el concejal Toniolli, ejemplo de compromiso y militancia por la causa del pueblo, que derramó su sangre como precio por reclamarle, al presidente, a sus secuaces y a sus cómplices locales, que dejen de hacer de la sangre argentina su mercancía más preciada.
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