Sáb 02.07.2016
rosario

CONTRATAPA

Cosa de pájaros

› Por Rubén Leva

Mi consultorio está en un quinto piso. Tiene una ventana bastante grande que da a calle Alvear, hacia el este, y otra, más pequeña, que mira hacia el oeste y desde la cual se puede espiar un recorte del parque Independencia. Emergiendo de entre las tipas y los pinos, una de las torres de iluminación de la cancha de Newells Old Boys perfora sin piedad el follaje.

Sobre uno de los ángulos de la ventana que da al este, una mañana observé el trabajo que comenzaba a hacer un pajarito marrón nada vistoso, por cierto. La cercanía del parque y la zona arbolada hace que no sea nada sorprendente la visita de distintos pájaros que suelen descansar en el marco de la ventana. Pero éste, que no era de una especie desconocida para mí, que vengo de una infancia vivida en una pequeña ciudad vecina al campo, estaba tratando de construir un nido. Sin duda, se trataba de un hornero. Lo miré con interés y pronto advertí que, a corto plazo, debería enfrentarme a un conflicto inesperado. Dentro de mí comenzaba una lucha. Este simpático pajarito me estaba embarrando y llenando de pajitas secas toda la ventana. ¿Debía abrirla y echarlo? ¿Limpiar el estropicio que había comenzado a hacer? ¿Expulsarlo para que dejara de molestar con su canto estridente, lanzado cada vez que se tomaba un descanso? Ese canto solía interrumpir con bastante frecuencia las sesiones de los pacientes que se daban vuelta en el diván preguntando sorprendidos: ¿qué es eso?, como si pensaran que era yo el que cantaba creyéndome un pájaro lo que, en caso de haber sido cierto, hubiera confirmado las sospechas, tal vez justificadas, de algunos de ellos acerca de mi propia salud mental. Una vez que los tranquilizaba continuaba la sesión, por lo general sin más inconvenientes. Luego, cada semana estos mismos pacientes se acercaban a la ventana para mirar o, los más tímidos, preguntaban desde la puerta cómo andaba la construcción del nido. La hornerita (me gusta llamarla así) acompañaba a su machito e inspeccionaba la marcha de la obra. Yo tenía la impresión de que él estaba pendiente de su aprobación pero ella asumía siempre, al menos eso me parecía, una actitud un poco descalificadora y exigente. Este detalle me hacía comparar la situación con la condición humana y, poniéndome del lado de mi compañero de género, trabajador incansable, pensaba: pero mirá vos esta histérica, parece que nunca está conforme. Sin embargo, él también tenía lo suyo, machito fanfarrón, no dejaba de alardear de su habilidad. Detenía el trabajo, agitaba las alas y lanzaba ese canto ruidoso al que ya me tenía acostumbrado.

La construcción tenía una particularidad. Como la pared del fondo del nido había quedado apoyada contra el vidrio de la ventana, el hornero no conseguía terminar adecuadamente su trabajo, el barro no pegaba bien, de tal modo que fue quedando una zona de vidrio, pequeña, como el ojo de una cerradura (al que no por nada llaman ojo) sin poder cerrarse Yo, con mi espíritu científico (que tambien podríamos llamar curiosidad a secas, o hasta impulso voyeur, si ustedes quieren) tenía la esperanza de que una vez que hubieran habitado el nido y estuvieran empollando sus huevos sería un espectador privilegiado de su intimidad emplumada. Desde el lado de adentro de mi consultorio observaría, como en un laboratorio, todos sus movimientos. La perspectiva me resultaba muy interesante. Pero nunca lo pude lograr. El pequeño agujero sólo me dejaba ver la entrada del nido y no la cámara, el dormitorio o como se llame ese lugar donde ella se ocupaba diariamente de sus tareas maternales.

El volvía, a veces, trayendo algún bichito en el pico, luego se paraba en la puerta del nido y agitando las alas anunciaba al mundo con su canto la buena nueva de la vida recién inaugurada. Sin embargo, nunca pude ver a los pichones, sólo los conjeturaba. Un día desaparecieron. No sé si la pareja fructificó, me gusta creer que sí. Supe después que estos pájaros utilizan su nido sólo una vez. Es poco comprensible para la mentalidad humana que una construcción, tan trabajosa, luego de la nidada sea abandonada sin más por la "familia". Ignoro si la pareja continúa junta por toda la vida, como en el caso de las palomas y los católicos, según afirma Woody Allen, aunque equivocadamente en cuanto a los católicos, dicho sea de paso.

El nido estuvo abandonado mucho tiempo y yo no sabía si sacarlo o no ya que, ahora estaba seguro, mis horneritos no volverían. Pero un día apareció una pareja de gorriones y lo ocupó. Y estos okupas, de dónde salieron, pensé, con algo de mentalidad de propietario indignado. Después recapacité. En la naturaleza no hay tal cosa como la propiedad privada, al menos no como la entendemos los humanos, el error proviene de lo acostumbrados que estamos a confundir la reglas del capitalismo con la naturaleza. Los gorriones no son okupas, ellos también se van luego de cumplido el ciclo reproductivo y dejan su lugar a otros pájaros, por lo general nuevos gorriones. ¿Y los horneros? ¿Por qué no otros horneros? No, a los horneros les gusta fabricar su nido, los horneros son auténticos Pedroni(stas) y, en tal sentido, siguen el consejo del poeta de Esperanza: "Haz con tus propias manos la cuna de tu hijo", claro que, como también "saben" que hay quien no puede hacerla, la ceden sin preguntar quién la va a ocupar. Por supuesto no la alquilan, no saben del mercado inmobiliario, ni la prestan a cambio de que les garanticen la conservación de la propiedad. Así que ahí permanece el nido. Ya he decidido que no lo voy a sacar, es una oferta de ocasión para pájaros que no saben o no pueden fabricar su casa y que necesitan de la solidaridad de otros porque tienen, como algunos humanos, esa ambición desmedida que consiste en amarse y reproducirse.

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