CONTRATAPA
› Por Federico Fontana
Ese día que saltamos yo me levanté temprano. Estaba bastante inquieto en la cama y no podía dejar de pensar en lo que había dicho Martín. Siempre me había parecido que él iba más allá que cualquiera de nosotros y nunca tenía dudas sobre cómo hacer los planes. Si alguien le proponía cambiar algo Martín inmediatamente tenía una respuesta que dejaba en silencio a todos. Por qué siempre sabe lo que hay que hacer, me preguntaba yo. ¿Le habrá enseñado alguien? De su familia no sabíamos casi nada. Uno de los chicos solía contar que una vez lo había visto al papá salir del banco, pero en realidad no se acordaba mucho de cómo era o qué ropa llevaba, y entonces terminó diciendo que si se lo cruzaba por la calle no sabría reconocerlo. La familia de Martín era todo un misterio para nosotros y nadie se animaba a preguntarle. A la escuela iba bien vestido, no le faltaba nada. A veces intenté preguntarle cosas sobre su mamá. Me daba mucha curiosidad saber cómo era, de qué color tenía el pelo, si sabía cocinar algo rico. Me acuerdo que una vez llegamos juntos hasta la entrada de su casa. Martín dio una vuelta por un campito que había al lado y desapareció. No me saludó ni nada. Yo me quedé un rato parado ahí, mirando las casas de al lado y pensaba que en algún momento iba a llegar su mamá o su papá o alguien. Yo quería saber más cosas de Martín. Quería saber quién le había enseñado todo eso que él sabía.
En la escuela a Martín le iba muy bien. Se sacaba siempre buenas notas y una vez la maestra le preguntó que quería ser cuando fuera grande y él le contestó que seguramente iba a ser un gran pintor o un buen arquitecto. Yo nunca vi dibujos suyos ni tampoco lo pesqué dibujando ni nada. Para mí que se lo dijo porque en realidad no sabía qué quería ser y esa respuesta, como casi todas las demás, ya las tenía aprendida de otro lado.
Una vez nos escapamos juntos de la escuela. Durante todo el recreo nos quedamos escondidos atrás del árbol del patio, que estaba al lado de las rejas del fondo. Cuando tocó el timbre y todos entraron él se asomó y me hizo una seña. No dijo nada, solo con la señal me alcanzó para entender. A veces no necesitaba decir nada Martín para que yo lo entendiera. Entonces me hizo ancla y yo me subí al tapial y después estiré el brazo y lo ayude a que pudiera subir. Salimos caminando y él me decía, hace de cuenta que sos más grande y que ya no vas más a la escuela. Eso sirve para que los adultos no se den cuenta. Seguimos caminando por la calle de la escuela y llegamos a la plazoleta, y desde ahí se podía ver el río. Me acuerdo que Martín se sentó en la vereda y se quedó callado un rato muy largo. Yo no sabía qué hacer. Estaba parado al lado suyo y no quería preguntar nada pero tampoco estaba cómodo con tanto silencio. Le pregunté si le pasaba algo y Martín me miró e hizo un ruidito con la palma de su mano al lado suyo, golpeando el cordón donde estaba sentado. Vení, que te quiero contar algo, me dijo. Yo me senté y de nuevo el silencio. ╔l miraba el río y yo de vez en cuando lo miraba y no entendía porque seguía tan callado. En eso abrió la boca y me dijo, nunca te preguntaste por qué dicen que cuando nos morimos hay un túnel con una luz. Yo lo miré y no entendía. Y si esa luz es la del hospital en que estás naciendo, siguió, y ese túnel es tu nueva mamá por dentro. Mi nueva mamá, le pregunté. Si, tu nueva mamá dijo. No te gustaría tener una nueva mamá alguna vez, me preguntó. No sé, le contesté, con la que tengo creo que estoy bien. Si, se nota dijo Martín. Nos quedamos callados otro rato más y a mí ya no me molestaba el silencio. El sol estaba casi arriba nuestro y soplaba fresco y me empecé a sentir contento, como que algo adentro mío se había desatado. Martín me miró y se rió, para mí que se dio cuenta de lo que me pasaba. Te voy a hacer dos preguntas más, me dijo, pero no las tenés que contestar. Bueno, está bien. Viste que cuando nacemos lloramos, me dijo. Bueno, y qué tal si lloramos porque ese es el único momento en que recordamos nuestra vida anterior, nuestra vida pasada, y es tanto lo que queremos volver a esa vida que lloramos para recuperarla. Pensaste alguna vez, siguió diciendo, que capaz nunca nos morimos realmente. Cuando terminó de decir eso se empezó a reír y se reía tan fuerte que a mí también me hizo reír y nos quedamos un rato ahí, al sol, riéndonos, sin contestar esa pregunta.
Bueno, ese es Martín y yo quería contarles un poco sobre él porque fue a quien se le ocurrió la idea de saltar. Ese día me quedé en la cama hasta que mi mamá entró y entonces ahí me hice medio el dormido y después desayuné y me fui a la escuela. Todo pasó como un día normal y cuando tocó el timbre de salida nos juntamos en la esquina y Martín armó un círculo con todos nosotros y se paró en el medio y nos miró un rato largo. Iba pasando la mirada por cada uno, y se tomaba todos los minutos que necesitaba hasta que empezaba a asentir, y movía la cabeza para arriba y para abajo, despacito, como dándose la razón. Como si descubriera algo en nosotros. Esta tarde, dijo. Nos encontramos todos ahí, no tengan miedo. Confíen en mí, no nos va a pasar nada malo.
A las 5 me pasó a buscar. Mientras caminábamos él se adelantaba un poco y yo medio que tenía que apurar el paso porque si no me quedaba atrás. Porque estás tan apurado, le pregunté. Porque el último pasa a las 5 y media y si lo perdemos no vamos a poder saltar, me contestó. A medida que nos acercábamos nos fuimos encontrando con los otros chicos y de vez en cuando alguno lanzaba una mirada de miedo, que se desperdigaba entre nosotros como un busca pies.
Cuando llegamos Martín se dio vuelta y nos miró a todos, que estábamos parados en fila uno al lado del otro. Tenía los ojos que le brillaban y los cachetes medio colorados, porque ya empezaba a hacer frío. El flequillo se le movía un poco con el viento y Martín nos miraba pero también parecía que miraba algo atrás de nosotros. Como si atrás nuestro hubiera algo, o alguien. En eso nos preguntó, bueno, están todos seguros, miren que ya viene. Como nadie contestó él dijo, agárrense de las manos y no se suelten hasta saltar.
Yo sentía que el corazón me iba a explotar, que adentro tenía como un caballo que trotaba y relinchaba y que pronto ya no iba a aguantar más y me iba a soltar y me iba a volver corriendo a mi casa. Martín se dio cuenta y se acercó. Me miró y me dijo, no tengas miedo, tu mamá no te trajo al mundo para que tengas miedo. Y justo ahí fue cuando escuché el traqueteo del tren.
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