CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
En ocasiones se nos ocurría que la lluvia era un jugueteo de clavitos sobre los charcos que formaban pequeñas aureolas apenas expandiéndose para morirse pronto.
Primero habíamos oído sobre el cinc de los techos una atropellada carrera como si fueran patitas de palomas, tal la sensación de las gotas que se precipitaban, preparándose para el futuro de la lluvia que tal vez tendiera a temporal. Y uno pensaba en los pájaros que no se habían podido esconder en las galerías, ni en los aleros de los galpones o entre las ramas ya empapadas de los árboles añosos que circundaban la casa aislada por el desmadre de las cañadas y sus pequeños arroyuelos que formaban aquellos zanjones con gramilla hechos para el drenaje, solo para pensar que cuando parara la lluvia nos esperaban muchas aventuras inesperadas o poco frecuentes. Pero había que armarse de paciencia, sostener como se podía la pobre almita en vilo que resistía en un piélago de paz mientras rondaban las fuentes de olorosas y crocantes tortas fritas, el mate en bombilla, amargo, para los mayores y el mate cocido con leche gorda para la población menuda y barullera que los retos mantenían a raya en esas siestas que se pasaban de largo, porque en estos temporales siempre había trabajo que sólo se podían hacer bajo techo, porque el resto, que se hacía al aire libre, ya tendría su lugar en aquella agenda hecha de obligaciones que se cumplían manu militari. Donde los mayores ordenaban y los más jóvenes obedecían sin chistar y luego del almuerzo se alejaban para no fumar cerca del padre, aún los mayores ya casados.
Pero eso era en los días soleados. Iban bajo los durazneros o los mandarinos, o aún bajos el bosquecito de pinos. El patriarca, el abuelo, el cabeza de familia aún sin ordenar era respetado en un nivel de jerarquía que la costumbre sostenía.
En los días de mucha lluvia, se concentraba a los niños en el galpón donde las mujeres cosían y cocinaban. Eran vigilados un poco más benignamente, pero si paraba la lluvia y se decidía la pesca o la caza, una bandada de niños los seguirían con sus cañas, sus carnadas, sus perros y sus bolsitos de cargar bagres y que cruzaban en sus pechos en bandolera.
Había que engrosar las ollas con alimentos diversos: bagres, patos, alguna liebre distraída o una perdiz que eraba el momento del vuelo y encontraba el perdigón fatal y que su silbido no lograba evadir la muerte a la que le habían hecho distraer otras veces, tal vez muchas.
En los mismos galpones se hacían esas cenas aumentadas por los mensuales, los juntadores, los jornaleros con todas sus familias que siempre eran numerosas y de buen diente y mejor estómago.
Al anochecer, si las condiciones del tiempo lo permitían, y los campos estaban suficientemente inundados se volvía para ganarle a las sombras por esa franja de luz que levaba al caserío que formaban esas construcciones de tiempo remoto que se había ido agregando en habitaciones y galpones y depósitos para guardar el cereal y el galpón donde todos los vehículos pasaban las noches sin mojarse de lluvia o rocío.
La tierra se cuidaba muchísimo en aquel tiempo, la rotación de los cultivos y el cuidado de los animales que ayudaban a que el campo produjera, las vacas daban leche y los cerdos y sus corderos su materia alimenticia. Los conejos y las gallinas y los patos y gansos estaban al cuidado de los mujeres, lo mismo que los palomares. No había chacra que no tuviera uno o varios. El que tenía mi abuelo era circular, altísimo, y lejos de los gatos, pero no tanto de los chimangos o los cuervos y aún las víboras que reptaban para comerse huevos y pichones. Los había rectangulares, de ladrillos bien cocidos y encalados, bien impíos.
Los palomares eran un reservorio seguro de alimento familiar y la carne blanca y exquisita se hacía con polenta y una salsa que invitaba al vino tinto y al recuerdo de la Italia lejana y sólo asible por las canciones que se recordaban y caían sobre los bigotes llovidos de los mayores, en el delantal oscuro de un luto eterno de todas las mujeres donde nunca había alegría, sólo partos sucesivos y trabajo y sacrificio. Y quizás en los ojos celestes de alguna jovencita que se atrevía a sonreír porque se había enamorado. Muy discretamente y muy ardientemente, como solían amar las mujeres de aquel tiempo remoto que transitaron mis tías y mi madre.
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