Mar 16.08.2016
rosario

CONTRATAPA

El terapeuta

› Por Roberto Retamoso

Para Horacio Verbitsky, que inspiró este relato.

Aislado en su gabinete de avenida Las Heras, en plena Recoleta porteña -qué otro lugar si no para hacerlo-, el Doctor A. revisa las obras completas de Freud, en una clásica edición inglesa. Busca un pasaje al que quiere citar, para justificar una tesis que ha elaborado hace años acerca del autismo, y que todavía hoy le sigue proporcionando importantes dividendos a nivel profesional: el texto que está escribiendo es una ponencia que leerá en un importante congreso de psicoanálisis que se realizará en Nueva York, donde será uno de los disertantes que hable en el panel de cierre.

Sin embargo, y a pesar de su impecable inglés, que le permite desplazarse por los añejos tomos de la Standar Edition publicada por The Hogarth Press del mismo modo que lo haría un colega joven por las páginas virtuales de Google, no logra encontrar el pasaje que busca. Fastidiado, levanta la vista del tomo que estaba consultando, cuando escucha el sonido chillón que emiten los autos de policía que se acaban de detener ante su consultorio, alterando la rutina de sus recoletos vecinos aunque sin sorprenderlos, puesto que esa llegada se viene repitiendo, sin pausas, desde hace más de veinte años.

Es él, se dice, sabiendo que ha llegado su paciente más célebre. No necesita levantarse y acercarse a la amplia ventana que da a la calle para ver sus movimientos, inevitablemente torpes a pesar de la agilidad que todavía detenta. Sin mirar, sabe que está bajando del auto, mientras los motociclistas que abren y cierran la caravana cruzan sus motos sobre la calzada, y los policías que lo custodian descienden, ágiles y atléticos de los otros autos, formando un escudo humano -o mejor dicho, una pequeña calesita- que lo rodea y lo acompaña hasta la puerta del edificio donde él se encuentra.

Sabiendo que no llegará de inmediato, porque ahora los custodios están recorriendo, de forma intensa y perentoria, el hall del señorial edificio, con el fin de constatar que nada raro se interponga ante su paso, recuerda, entregado a sus recuerdos de manera involuntaria, y por ello más próximo a la memoria proustiana que a la rememoración freudiana -siempre más equívoca y tramposa, como bien lo sabe por su propia experiencia- la primera vez que se encontraron. Ambos eran más jóvenes, aunque, en rigor, al único que le cabe ese epíteto es a él, piensa, ya que en esa ápoca apenas superaba la treintena, mientras que en su caso había entrado en la quinta década. Cuando se vieron por primera vez, sigue recordando, había quedado sorprendido por la historia que le contó, sumido en una angustia intensa que parecía rodearlo físicamente, como si fuese una de esas nubes de angustia que flotan sobre los personajes arltianos.

No era para menos, se dice entonces el Doctor A, definitivamente entregado a la evocación de aquel encuentro iniciático. Aquel día se había enterado que ese muchacho, un ingeniero perteneciente a una de las familias más poderosas del país, e hijo de un líder industrial -que para mucha gente representaba el triunfo del que se había hecho desde abajo- acababa de pasar por una experiencia verdaderamente siniestra, y no sólo en el sentido freudiano del término. Porque lo suyo no se situaba solamente en el nivel de las fantasías, los sueños y las alucinaciones -esa materia prima que le ofrecían sus pacientes para operar sobre ella-, sino en el más crudo nivel de lo real, dicho esto a pesar de Lacan, su objeto fóbico, al que detestaba en la misma medida en que sentía que era un oráculo poseedor de verdades ocultas e inevitables.

Ese real siniestro, piensa ahora el Doctor A., había signado el vínculo terapéutico que se había establecido desde ese primer momento, haciendo que el devenir del análisis no fuese otra cosa que un eterno trabajo destinado a aventar los efectos traumáticos del secuestro extorsivo del que fuera víctima. Así, cada vez que su paciente debía enfrentarse con situaciones límites, o que por lo menos implicaban una exigencia considerable de energía psíquica, debía redoblar sus esfuerzos, sabiendo que podía caer en cualquier momento en estados de pánico o de depresión que terminaban por inmovilizarlo. Ello había ocurrido en distintas circunstancias y momentos del vínculo terapéutico, como cuando se divorció de su segunda esposa teniendo que pagar una suma millonaria en dólares por la división de los bienes gananciales, lo que le había provocado un estado de angustia tan intenso que el Doctor A., siguiendo el ejemplo del maestro vienés, debió atenderlo cuatro o cinco veces por semanas.

Las heces, se dice en este momento el Doctor A., imaginando que ya debe estar entrando en uno de los ascensores situados en la planta baja, tan antiguos como el edificio, y por eso cercados por una jaula de hierro bellamente labrado que requiere, no obstante, de la atenta vigilancia de los custodios, dado que representan un alto grado de exposición, por lo que habrán de subir previamente por las escaleras que los rodean, ejecutando un procedimiento que también requiere de tiempo.

Las heces repite el Doctor A., evocando ahora la conocida tesis de Freud que asocia el dinero con los excrementos, y a la avaricia con el goce que supone retenerlos. Piensa, así, aunque no se atreva a decírselo de un modo expreso, que la fortuna que atesora su paciente, hecha no sólo de dinero declarado sino además fugado a paraísos fiscales, es una fortuna de mierda. Lo piensa, de tal modo, de forma contenida y elíptica, como si se tratase de uno de esos sueños que habitualmente desmenuza, o disecciona, a esta altura de las cosas con más rutina que énfasis.

Lo piensa de esa manera porque el dinero, o la mierda, de su paciente, le han permitido lograr cosas valiosas, desde posiciones privilegiadas en las más importantes asociaciones de psicoanálisis a nivel mundial, hasta solicitudes de conferencias, asesorías o ejercicio de coaching que le reportan ingentes ganancias. De manera que no se trata de despreciarlo, ni menos aún de negar lo que para él significa atenderlo, farfulla veladamente el Doctor A., sabiendo que ya debe estar llegando a la puerta del consultorio, porque ahora, sentado todavía en el amplio sillón que escolta el diván cubierto por una colcha colorida, escucha que las puertas del ascensor se abren, para permitir que baje y se dirija al consultorio.

Entonces el Doctor A. se pone de pie, y se dispone a recibirlo. En ese momento que media, de forma imperceptible pero cierta, entre el instante en que la puerta del ascensor se cierra y el instante en el que el timbre del consultorio habrá de sonar, el doctor A. piensa además que su paciente será el caso que ilustre su ponencia sobre el autismo. Quién mejor que él para hablar de sujetos clausurados en su mundo interior sin el menor vínculo o contacto con la realidad, se dice, cuando el timbre suena, abre la puerta, y lo saluda con la fórmula que comenzó a emplear este año: ¿cómo le va, presidente?

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