CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Cuando el señor López viene a casa, siempre me encuentra escuchando a Martirio. Hago rodar las canciones una y otra vez por esas cosas que me agitan y llegan por cientos, por miles, hasta las cintas rosas y azules del espejismo acústico.
Ese sentimiento que va más allá de toda frontera, es posible cuando llega el señor López, que todo lo puede.
Cuando lo retengo de pie, veo transformarse la negra magia de las pupilas en algo que no se puede pensar ni soñar pero que logra un despacioso aterrizaje en el templo espacial, donde lidiamos con la elaboración de una ofrenda de flores, o resplandor, o nube luminosa atravesada en el altillo.
En el preciso momento en el que el señor López se pone de rodillas, Martirio proclama que ese sentimiento, lleno de calor, suele reponer un temblor de dicha en todo su ser. Es una rosa que está ausente. Cada vez que leo en él una palabra que intenta avanzar como un mantra estampado en el dorso de mis tres deseos, la soledad es una rosa que está ausente. Y aparece el pájaro vigilante del cuerpo, un delator absoluto que sube nocturnamente hasta la idea.
No es el espectáculo de su cuerpo firme y el equilibrado sabor lo que me llama la atención al hacerlo girar sobre mi copa, sino la fina originalidad de su imprudencia, la escasa comprensión de lo que sucede, la indolencia con la que va de boca en boca.
El señor López, deslumbrado, se derrama generosamente sobre mis labios. Con los dedos frota mi vida y le saca brillo. Cómo le gusta el brillo de mi vida. Pasa horas sacándome resplandores. Y sin dejar de mirar un punto fijo que nunca estuvo allí, digo que jamás pude robarme a mí misma del modo en que pueden robarme sus dedos. Digo que es demasiado azul el cielo naranja cuando está dormido bajo la rosa y que en toda la finísima superficie de una ciruela, que es un murmullo, lo alto es demasiado alto, y que en el umbral de papel sagrado, la rosa descansa de sí misma.
"Todo lo que hay aquí es mío", dice el señor López. Y a la segunda copa o segundo beso estoy dispuesta a no dejarme caer en el lugar común de los poemas escritos en mínimos versos. Martirio sigue susurrando la palabra prohibida y se lo permito. Y le creo. Cuando Martirio dice amor, es amor. Cuando dice que un perro ladra a la rosa de la luna, un perro ladra a la rosa de la luna.
Y él, el Señor López, o el perro, o la luna, se alegra de entrar en cuatro patas en mi casa. Se alegra de subir, subir por una escalera larguísima hacia un millar de ensueños que van más allá de toda frontera. El perro del señor López da vueltas alrededor de la rosa de la luna, y yo huelo su dicha como huelo mis abismos.
El otro mundo, que es tan grande, no vale tanto para mí como este otro, pequeño, donde crío este cachorro de lobo que aúlla a la rosa de la luna.
No es aconsejable oír los latidos de un lobo que abre el delgado nexo entre lo deseado y lo prohibido. Pero una vez perdida la inocencia, salimos a buscar la culpa y buscando la culpa hallamos otra vez la inocencia.
"No debemos callar lo que no sabemos, señor López", digo cuando llega el momento de decir algo. Cuando quedo desmembrada, cuando un pájaro redondo liba mis lirios. A esa altura de la ebriedad, es imposible ignorar que los amantes mueren una y otra vez, antes de volverse insignificantes.
Martirio se lleva el último gesto de mi alma, el último hilo de cordura con el que me doy cuenta de que si en casa no hubiera espejos, no sabría que el señor López es también un hombre, además de un vino, además de un lobo, además de una rosa que ha nacido en el hocico de un perro.
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