CONTRATAPA
› Por Pablo Bilsky
Graznidos espantosos, doctor. Graznidos metálicos, roncos, que resuenan en depósitos infinitos. Sí, en galpones de miles de hectáreas de extensión. Tinglados del tamaño de países. Y ese eco que no cesa. Esa voz horrible, gutural, que rebota en el cielo tinglado y vuelve a bajar, más chirriante, más enardecida. Esa voz, esa maldita voz, una voz que se le instala a uno en la cabeza, y no se va nunca más. Por eso pasó lo que pasó. No lo pude soportar más, y me descontrolé. Son gemidos horribles. Un graznido. Una voz ronca, atonal. Sí, a veces sí, no es sólo ruido. A veces es una voz horrible que te cuenta cosas, y eso es lo peor. ¿Imagina usted, doctor, por un minuto, imagina cómo suena el lamento de la mercancía que queda sin vender? Las mercancías solas, abandonadas, estibadas en góndolas infinitas, en una sucesión infinita de góndolas. Son como campos techados. La pampa toda, completa, techada. Miles de millones de hectáreas de campo bajo techo. Campos bajo tinglados que son como cielos artificiales del tamaño de países enteros. Cielos de zinc se titula el libro que estoy escribiendo. Miles de hectáreas, decenas de miles, millones de hectáreas cubiertas por techos como bóvedas infinitas. Países convertidos en depósitos, con góndolas del tamaño de cordilleras. Sí, todo repleto de estanterías. Pilas de productos. Montañas de productos. Cordilleras y paisajes infinitos hechos de productos, de una acumulación infinita de productos. Una cordillera de mercancía, bajo techo, bajo luz artificial. Y alrededor, como insectos, como un enjambre de laboriosas abejas, un ejército de robots con lectores de códigos de barras, como ratas histéricas. Un zumbido profundo. El zumbido del tránsito intenso de los robots que se encargan de buscar las mercaderías en ese universo en expansión. Porque eso es, además, porque a diferencia de las cordilleras naturales, las montañas de productos se expanden día a día. Humanos también hay, claro, junto a los robots. Miles de empleados. Trabajan en la zona de packaging. Son grandes corporaciones multinacionales que venden por Internet. Las más grandes venden de todo, de todo, no un rubro en particular, sino todo tipo de mercancía. La pretensión de totalidad de esas corporaciones me impresionó. Amazon quiere superar el tamaño de la Amazonia, de allí su nombre ¿Sabía? La pretensión de acumular, no solo todo el conocimiento humano, como es el caso de los buscadores como Google, sino también todos los objetos existentes, todas las mercancías, en un mismo lugar, con entrega a domicilio, en todo el mundo, incluso con aviones no tripulados, robots que vuelan, eso hacen estas compañías. Imagine usted, todos juntos, un perchero que imita el estilo veneciano del siglo XVII, un libro de retórica clásica, una agenda, mitones de asbesto, un ñu de peltre que mueve la cola, un disco homenaje a Nina Simone, un bastón para selfies de cromo y asbesto, un relicario, un monopatín con motor de dos tiempos, un sulkyciclo de aluminio ultraliviano desplegable, un mantón de Manila, lápices, vitaminas, una tablet, maderas, un frasco de zapallos en almíbar, boinas, elementos de pesca, de cirugía, y así, y así. Algunas de esas compañías ni se preocupan por clasificar la mercancía, sino que apuestan a la mezcla caótica de todo, para emular así el origen del universo. Calcularon que se pierde más tiempo con una clasificación previa, y entonces mezclan todo, confiando en la velocidad de los robots y los lectores de códigos de barra adheridos a todos y cada uno de los productos. Sí. Así es, como usted sabe, desde el 23 de diciembre de 2015 vengo viendo, todos los días, la película de Alexander Kluge sobre El capital de Marx, Noticias sobre la antigüedad ideológica se llama, y dura nueve horas. Sí, claro, coincido, pudo ser un disparador de lo ocurrido, pero apenas eso, solo eso, en medio de una crisis que venía de larga data, por lo menos desde 2010, cuando empecé a escuchar las voces. Es obvio que la parte de la película que más me afectó fue esa que se titula Lamento de la mercancía sin vender. Fue como descubrir que mi peor pesadilla tenía un nombre, preciso, allí afuera. También me marcó una de las entrevistas que la película incluye, la que Kluge le hace al filósofo Peter Sloterdijk, que dice que todas las personas son cosas encantadas, que la mercancía es materia disfrazada, y que las personas son también mercancías bajo algún hechizo. Lo que hay que tener en cuenta es que Noticias sobre la antigüedad ideológica es de 2008. Ya pertenece a otra etapa del capitalismo. Ahora, ocho años después, la voz de la mercancía sin vender carga con una nueva tristeza. La mercancía teme quedar fuera. Teme el desalojo, el despido, la redundancia, el sinsentido, la pérdida del hechizo. En la película se ven supermercados sin gente, vacíos, con la mercancía sola, sin vender, abandonada y triste. Pero eso no es nada. Eso es, apenas, la salita de cuatro del capitalismo, si lo comparamos con los grandes depósitos de las corporaciones de ahora. Las que lo tienen todo. Y lo tienen acumulado en depósitos del tamaño de países, con techos parabólicos del tamaño de mares, en los que hay pilas de mercancías del tamaño de cordilleras. Es el lloro y crujir de dientes doctor. Cruje y se rasga la quijada de la mercancía. Se quedan, absurdas, solas, abandonadas, redundando como un leve susurro en la mar océana. Y salen a peregrinar, y es una estantigua y no, doctor, no es procesión, es gemido y estampida. ¿Puede imaginar usted, doctor, el lamento de esa mercancía? ¿Puede acaso usted imaginar cuando toda esa mercancía se pone a llorar, a gemir, a gritar su abandono, su historia, su destino? ¿Imagina ese sonido infinito, ese eco profundo que viene del alma de las cosas?
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