CONTRATAPA
› Por Iván Fernández *
Ahora sí se aproxima el 122 (rojo). Esta vez sí me importa el color, esta vez el viaje a emprender es un tanto extenso, con un destino lo suficientemente particular como para requerir de cuidadosos procedimientos de averiguación de recorridos, antes de pretenderse uno pasajero. Enfilo hacia la parte trasera del colectivo previa pregunta de corroboración al chofer ("Sí, te dejo", como respuesta del mandamás de las ciudades rodantes). Me ubico junto a dos asientos y la conversación: una chica realiza comentarios continuados sobre temas diversos intercalados por respuestas monosilábicas de un hombre.
Y mientras, hay un muchacho que emprende el primero de sus traslados hacia el asiento del chofer, para realizar preguntas de destino: "Ya nos pasamos. ¿Ah no? Falta. Bueno."
"Domingo 9 de septiembre. Anduvo aquel día diez y nueve leguas, y acordó contar menos de las que andaba, porque si el viaje fuese luengo no se espantase ni desmayase la gente." (Colón, Cristóbal. Los cuatro viajes del almirante y su testamento. Ed.: Espasa Calpe. Buenos Aires, 1946. Pág.: 19)
La voz femenina continúa con su seguidilla de comentarios, cuando se configura un espectacular golpe de mano en la disputa por los lugares a ocupar y las velocidades de los traslados en el colectivo: sube un grupo de señoras, ya mayores. Dos de estas grandes mujeres portan tremendas bolsas, cargas monumentales, tienen rostros de cansancio a destajo.
"La guerra es siempre una lucha donde ambos contendientes tratan de aniquilar uno al otro. Recurrirán entonces a todas las triquiñuelas, a todos los trucos posibles, para conseguir este resultado, además de la fuerza." (Ernesto Che Guevara. La revolución. Escritos esenciales. Ed.: Taurus. Avellaneda, 1997. Pág.: 23)
Algunos hombres jóvenes ya empiezan a mirar hacia todos los lados posibles, tal vez intentando descubrir asientos ya libres o gente pronta a levantarse. Pero no, ya no hay espacios a ocupar sentados, y entonces emerge la ola: se van levantado desde la parte delantera hacia atrás.
Las señoras guerrean, interpelando el vértigo de los traslados que hasta entonces habían existido, planteando otros tiempos (su quietud pareciera revolucionaria). Están cubiertas de lana. Una de ellas (aunque yo entienda que hace cierto calor) porta gorrito tejido y tres capas de mantos sobre los hombros.
Y la chica comenta, llenando el espacio sonoro de relatos sobre ella misma, sus peripecias, sus amigas.
Hay una nueva ida del muchacho de las preguntas: "¿Es pasando la plaza? Ah, no. Falta. Bueno", cuando las señoras deciden abandonar la ciudad que habían tomado (la habitaron por pocas cuadras, pero las consideraciones de las distancias cambian con las edades y los pesos).
"Muerde y huye" lo llaman algunos despectivamente, y es exacto. Muerde y huye, espera, acecha, vuelve a morder y a huir y así sucesivamente, sin dar descanso al enemigo. Hay en todo esto, al parecer, una actitud negativa; esa actitud de retirada, de no dar combates frontales..." (Ernesto Che Guevara. La revolución. Escritos esenciales. Ed.: Taurus. Avellaneda, 1997. Pág.: 24)
Coreográficamente, perfectamente sincronizadas se ponen de pie, y avanzan unos dos pasos (son un rebaño de lana que avanza) hasta la puerta delantera, por donde bajarán. Abandonan la ciudad, la vacían de tejidos, y yo veo como la atmósfera se moderniza (tal vez estoy triste). Algunos parados vuelven a sentarse, en una acción con gestos que parecen de reivindicación. Dura poco la revolución; yo la quería.
El muchacho de las preguntas ya ha pasado de la consulta tímida al serio cuestionamiento y pone en duda la sapiencia de quien rige los destinos de la ciudad rodante. Cuestiona el saber, ataca el poder. Se baja.
Ya extinguida la lucha de las lanas y desaparecidas las preguntas, es que me siento lo suficientemente presto para el arrojo; arrojarme de la ciudad. Aprovecho mis últimos segundos en el colectivo para observar a la chica de los comentarios: es bajita, y sonríe.
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