CONTRATAPA
Hablar, pero no escribir o escribir hablando
› Por Gary Vila Ortiz
No la he estudiado y supongo que por tal motivo no he aprendido nada de la filosofía. Eso no implica que haya dejado de lado tratar de leer y comprender algunos textos filosóficos. Posiblemente mi primera experiencia fue con las obras de algunos escritores existencialistas a cuyos textos filosóficos llegué por el camino de la literatura.
El ejemplo más cabal fue que la lectura de cuentos y novelas de Sartre me llevó a pensar que podía leer, llegar a El ser y la nada. Unos amigos me regalaron los tres tomos de El ser y la nada, por aquel entonces editada (en español) en libros de tapas blancas con líneas rojas, si es que bien me acuerdo. Por cierto, no pude pasar las primeras páginas que creo que leí sin entender.
Con Camus tuve más suerte. Pude comprender, supongo que en parte, El mito de Sísifo y El hombre rebelde. Todavía los leo con placer.
Por Martínez Estrada, que lo tenía de libro de cabecera, llegué a la Apología de Sócrates de Platón. "No sé, atenienses, la sensación que habéis experimentado con las palabras de mis acusadores. Ciertamente bajo su efecto, incluso yo mismo he estado a punto de no reconocerme; tan persuasivamente hablaban. Sin embargo, por así decirlo, no han dicho nada verdadero...". En el mismo volumen de la biblioteca paterna estaban el Banquete y Fedro. Presté atención a esas obras, pero era la "apología" la que aquel entonces me parecía más actual, podía aplicarse a la situación que vivíamos. O que creíamos vivir. A poco de esa lectura llegaron aquellos libros de Bertrand Russell que podían ser accesibles a mi entendimiento.
Con Heidegger no tuve demasiada suerte. El ser y el tiempo, traducido por José Gaos, y el libro de introducción realizado por el mismo Gaos, me entusiasmaron pero sin comprensión alguna, aunque tal vez exagere. No me ocurrió lo mismo con las obras en que Heidegger trata el tema de la poesía, uno de ellos, creo que en castellano se titulaba "¿Para qué ser poeta en tiempos de penurias?", pude saborearlo, aún cuando no sepa si correctamente.
Ahora los estupendos ensayos de Juan Pablo Feinmann que aparecen los domingos en Página/12 me están ayudando considerablemente a entrar en un mundo que por esos años me estaba en gran parte vedado. Creo, opinión como todas las opiniones posiblemente muy frágil, que los 24 cuadernos que han aparecido de La filosofía y el barro de la historia son lo que son (una magnífica introducción que me recuerdan, tal vez por la diferencia, pero la complementación de una con otra, la introducción a la filosofía de García Morente); decía que los ensayos de Feinmann pueden ser escritos por él de la manera que lo están porque el autor puede escribir como escribe sobre cine o un relato conmovedor como Pinturita.
Hacia esos años a comienzos de los `50 estudiaba derecho. Se rendía por la correlatividad de las materias y se rendía todos los meses. Un amigo dijo que rindiera Filosofía del Derecho. La rendí, me reprobaron. Para la segunda ocasión me salvó de un buen aplazo la detenida lectura de El puesto del hombre en el cosmos, de Max Scheler. ¿Cuál es el sentido de esto que escribo? Intentar explicar porqué la lectura de obras filosóficas, obras de pensadores tanto del lejano ayer como de hoy, pueden ser disfrutadas por el profano interesado, una definición que aprendí de un estudioso alemán del arte chino y que repito (y creo que repetiré) hasta el cansancio.
En estos días me he detenido en tres libros que me apasionan y no se si su lectura es la correcta. Lo que si estoy seguro es que el placer que experimento es muy grande, en momentos como escuchar uno de los cuartetos de Bartok, observar una pintura de Klee, detenerme en un solo de John Coltrane, emocionarme con Goyeneche cantando La última curda o Garúa, releer algún poema de Rilke o los "voces" de Porchia. ¿Cuáles son esos libros? El mito del eterno retorno, de Mircea Eliade; los ensayos (o el ensayo) de Roman Jakobson y Claude LéviStrauss sobre los "gatos de Baudelaire"; el otro es un breve estudios de la obra de Derrida realizada por Christopher Johnson.
Esta última lectura es la que dicta el título de esta columna de hoy. Johnson analiza la tarea que se impone Derrida: cuestionar y refutar una tradición del pensamiento occidental en que la escritura ha sido sistemáticamente relegada a un papel subordinado al del habla. Derrida -nos dice Johnson- quiere refutar el pensamiento especialmente de Lévi-Strauss. Para quienes, ajenos a la filosofía o otras expresiones de la ciencia, se han dedicado a intentar el "estado de la poesía", es particularmente interesante conocer los argumentos de LéviStrauss y de Derrida sobre la escritura. Al hablar de los nambiquara, una de las tribus con las cuales LéviStrauss realizó sus trabajos de campo y le dictan sus reflexiones. Por ejemplo, que los indígenas, que ignoraban todo tipo de escritura, comprendían (aunque confusamente) "que la escritura y la perfidia penetraban en ellos de común acuerdo".
Para el etnólogo autor de Tristes trópicos, durante años la escritura ha sido el privilegio de una elite poderosa y recuerda que un período crucialmente positivo de la prehistoria humana, el neolítico, se dio en ausencia de cualquier sistema conocido de escritura. Y además que la propagación del aprendizaje de la lectura y la escritura en los países occidentales estuvo acompañada por la extensión del control estatal. Sería muy extenso citar tanto a Lévi-Strauss y sus conceptos y luego cómo Derrida los va criticando in-extenso. Trataremos de hacerlo, abreviando, en otra ocasión.
Recuerdo que en un tiempo que ahora considero muy lejano, Lévi-Strauss era leído con entusiasmo por algunos que nos dedicábamos al oficio de la escritura. En una vieja librería, en la que estaban Hugo Diz y Juan Carlos Martini, las conversaciones eran enriquecedoras. Ahora nos interesa Derrida y su polémica con LéviStrauss. Todo esto parece suceder en el ayer. Ahora no encuentro un sitio para esas charlas. Hablo, sí, no se bien con quien. Como a los fantasmas. Todo ocurre por casualidad, como en las sombras.