CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
No he podido leer Les bienveillantes, la novela del norteamericano Jonathan Littell (Nueva York, 1967) que ha sorprendido por el suceso obtenido en el mundo literario de Francia. Escrita en francés y publicada por Gallimard, el autor no pensaba vender más de cinco mil ejemplares y ya va por ciento cincuenta mil. Ha ganado los premios Goncourt y el de la Academia Francesa. Por lo cual, como es lógico esperar, han salido algunos comentarios y entrevistas, que sí he leído. El tema es el holocausto, en las palabras del autor el tema se centra en el genocidio durante cuatro años y se encuentra contado por un nazi. En uno de los reportajes, Littell recuerda algo expresado por George Bataille: "Los verdugos no tienen voz y si hablan es la voz del Estado". A partir de esa cita, el autor de la novela que nos sugiere estas líneas (vulnerables en la medida que como dije aún no la he leído) sigue diciendo que "los verdugos sí hablan e incluso los hay que hablan demasiado. Hasta cuentan cosas exactas en términos fácticos. Por ejemplo continúa Littell de la manera que estaba organizado el campo de Treblinka. Eichmann no miente durante su juicio. Cuenta la verdad...". Pero este neoyorquino que vive en Barcelona ha tenido experiencia con verdugos. Los ha conocido a lo largo de su carrera: En Bosnia, en Chechenia con los militares rusos, en Afganistán con los talibanes, en Africa con los ruandeses o congoleños. "Pensaba, agrega, que tendría material con el cual trabajar. Pero cuanto más avanzaba en la lectura de los textos me daba cuenta que no había nada en ellos. Jamás avanzaría si me quedaba en el registro de la recreación ficticia clásica (...) La única manera era metiéndome en la piel del verdugo...". Y terminó metiéndose en la piel de un nazi.
Al leer estas declaraciones y algunas otras, ellas me remitieron a un relato de Borges, el Deutsches Requiem en el cual un verdugo nazi narra en primera persona su historial siniestro. Este relato apareció en el número 136 de la revista Sur en febrero de 1946, a pocos meses de terminada la segunda guerra mundial.
En el Deutsches Requiem la historia está contada por un nazi, Otto Dietrich Zur Linde. Ya en el primer párrafo el narrador nos informa que al día siguiente será fusilado "por torturador y asesino". Y luego, poco más adelante: "No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mi, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo".
En el epílogo a El Aleph, Borges apunta: "En la última guerra nadie pudo anhelar más que yo que fuera derrotada Alemania; nadie pudo sentir más que yo lo trágico del destino alemán; Deutsches Requiem quiere entender ese destino, que no supieron llorar ni siquiera sospechar nuestros germanófilos que nada saben de Alemania".
Ana María Barrenechea en La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges (El Colegio de México, 1957), comenta la presencia en el relato del escritor judío Walter Jerusalem que es como el "símbolo de una detestada zona" del alma del protagonista, la de la caridad y compasión cristianas, "lo que hace más compleja su figura; y el mismo jefe nazi al sentirse consciente de su papel simbólico agranda su estatura monstruosamente abarcando Alemania, el universo y el futuro de una vida que se prolonga más allá de la muerte". Zur Linde se explica: "Ignoro si Jerusalem comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de alguna manera he perdido con él; por eso, fui implacable". Y más adelante: "Hitler creyó luchar por un país, pero luchó por todos, aún por aquellos que agredió y detestó. No importa que su yo lo ignorara; lo sabían su sangre, su voluntad El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada...".
No está de más recordar, otra vez, que ese texto fue escrito y publicado a poco de terminar la guerra. A su autor esas páginas, como las que escribió con motivo de la liberación de París, le valieron el odio de muchos germanófilos y de otros que ni tan siquiera sabían que significaba esa palabra. Una novela, la de Littell, cuya lectura esperamos con impaciencia, escrita sesenta años después, ignoro de qué forma hará sentir al verdugo, al torturador, su abominable destino. Sobre todo cuando en los "tiempos postmodernistas" supe leer algunos trabajos en donde los culpables parecían aquellos que habían dado su vida luchando contra esa enfermedad del nazifascismo que los protagonistas de lo atroz.
De ninguna manera esto es meramente un tiempo pasado. Días pasados en Alemania y en otras partes de Europa, hubo reuniones de neonazis. En una de ellas los participantes fueron unos cuarenta mil potenciales torturadores. En la novela policial no es difícil encontrar que la historia puede ser contada por el asesino; Truman Capote ahondó en la tortuosa alma de los protagonistas de A sangre fría. Ponerse en lugar de quien mata en nombre de lo más irracional posible, puede ser mucho más difícil y perturbador. Borges lograba hacerlo y su personaje era curiosamente un nazi verosímil. Aún hoy hay nazis que sienten así. Dicen algunos comentaristas que el nazi al que Littell otorga la palabra no es un nazi verosímil. En realidad ningún nazi es verosímil. Pero existieron y siguen existiendo pero no son monstruos de otro planeta sino seres humanos que padecen el calor y el frío y que hasta pueden emocionarse escuchando a Wagner y torturar o asesinar como si el otro no lo fuese. Es cierto que están enfermos. Pero son enfermos que atraen multitudes y con frecuencia detentan el poder.
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