CONTRATAPA
› Por Hugo Alberto Ojeda
Al sonreír, una cicatriz.
Ríe, la transparencia en Glenda esboza una cicatriz en su rostro. Ella y su rastro imperceptible esta noche están del otro lado y en silencio, en una mesa del barcito de nuestra primer cita. Si el encuentro fuera una ruina circular. Tiene algo para decir, le cuesta hacerlo. El barcito es un monstruo dormido. Está en Puccio y Costanera, los fines de semana hierve de adolescentes. Este lunes está desierto. Si no fuera por nosotros y por una reunión de "públicals" y tarjeteros.
Hará unos tres meses que Glenda anda diciendo por ahí que es "mi" chica. Hoy los afectos son nombrados así por los pibes. Tengo nada más que apremios de putos ejecutores fiscales, palabras huyendo de las manos.
Nos dejamos ir en la pausa. Grises, aplacados celestes van por la penumbra, enigmas agazapados en las formas urbanas atropellando la cerveza. Glenda podría ser mi hija, no lo es. Creo saber la dificultad de su relato, la causa ineludible, alguna trampa imaginaria, un vaguito. El ser es atemporal, la materia del deseo, no. Algo me impulsa a contarle esta historia, tal vez para animarla a quitar esa piedrita del aire.
-Había una vez un bar que se llamaba "Odeón", estaba en la esquina sureste de Mitre y Santa Fe. Era la época en que se tenía la costumbre de anclar y pertenecer a un boliche, se daba algo entre territorio y religión. Los mozos, el paisaje de las ventanas y las mesas formaban parte de la comunidad. Estaban el "Provincia", el "Iberia", el "Cairo". Mi barra se encontraba en el "Odeón". La barra era más que la familia o el partido, nos habíamos conocido en el industrial, pasamos la adolescencia en la plaza San Martín y anclamos en el "Odeón" al terminar la secundaria. En aquel tiempo lejano, la poesía parecía estar en la calle. El Mayo francés era simultáneo con Ho Chi Minh y el Rosariazo.
Glenda escucha, bebe, ríe (cicatriz), dice.
-Cuando te ponés tan efemérides, tan melanco me hacés acordar a mi viejo.
Escucho la ironía, trato de seguir, resolver huellas con narración.
-Para hacerla corta, éramos los superpibes del determinismo. Discutíamos la hora en que se socializarían las fábricas del Cordón, si era honesto tener más de una casa, pero éramos unos retrógrados en el amor, unos cavernarios; nos llenábamos la boca de moral revolucionaria pero éramos unos capitalistas del siglo 18 con las ternuras. La historia del "Odeón" era esta: el Colorado y el Fantasma eran dos amigos inseparables del grupo, más que hermanos y compañeros de militancia. Hacía dos años que el Colorado salía con la Gringa y en el mismo mes que secuestraron al cónsul inglés, la Gringa lo dejó. En el "Odeón" se hablaba más del bajón del Colo que del reparto de carne de los camiones del Swift; no se habían casado por iglesia pero se habían jurado amor hasta la toma del poder. La cosa fue tragedia colectiva, todos envidiábamos "el amor" del Colo y la Gringa. Un viernes, el Lucho vio a la Gringa y el Fantasma saliendo de Arteón tomaditos de la mano. El Lucho no contó nada, pero a la semana el mismo Colo se los encontró comiendo una napolitana en "El Rafa" y lo cagó a sillazos al Fantasma. El Colo era un flaquito y el Fantasma, un oso. Algo burdamente romántico. No se hablaron nunca más.
Digo, cuento y el silencio en Glenda se abisma. Sus ojos, tan profundos.
-¿Y? dice al fin, reclamando el remate.
-Pasaron los años y al final, los que sobrevivimos, terminamos haciendo el amor todos contra todos. Una gran cama redonda con las esposas, amantes y ex de los demás; nada más que en vez de hacerla en una noche, de sacarnos las ganas a la salida de una peña, nos tardamos unos 25 años.
-¿Vos te creés que tengo una historia con un vago y no me animo a contártelo? Cuando la tenga no te vas a enterar, porque no te lo vas aguantar y te quiero dice estaqueando a mi prontuariada soberbia.
-¿Entonces, qué es lo que te cuesta decir?
-Me vuelvo a Barcelona. Dice, suelta el vaso y me acaricia el rostro. Haciéndome sentir otra vez que. Sus piernas son un bosque, el ángulo fundamental del roce entre el infinito y la nada.
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