CONTRATAPA
› Por María Julia Rossi
La idea de que recorras las calles de una ciudad que no conocés buscando, para mí, un libro que no existe, de un autor que no existe, no estaba en lo que podría llamarse mi-idea-del-amor. Santiago es ahora para vos (y, cómo no, para mí) el laberinto que inventás, guiado vaya dios a saber por las sugerencias más o menos atinadas de vaya a saber dios qué desconocido (las sugerencias de los desconocidos -y más cuando se trata de temas como libros, escritores y demás afinidades del rubro- siempre se bifurcan y laberintizan, lo que para más de uno podría haber sido un honor). ¿Habrás encontrado a alguien que te dijera que era un libro de ficción, ficticio, que La historia del amor era una y sólo una y que su evocación en el libro de la neoyorquina no era más que un procedimiento (¿borgiano?)? Ojalá que no. Cruzo los dedos, como hacía cuando era más chiquita que ahora, y suplico a todo lo inescrutable e insondable que no te hayas topado con ningún erudito que hubiera trascendido las fronteras de las limitaciones económicas con secuelas culturales (las peores, a mi escaso -pero lector- entender) y se hubiera -y, a su vez, te hubiera- enterado de cómo eran las cosas. Esa verdad que oprime y obnubila y hace que un hombre deba esquivarla, refugiándose en los rincones de su propia casa.
No saber todavía cómo fue, pero intuírlo, hace que pueda verte buscar, desesperadamente (como sólo puede estarlo alguien que está enamorado) un inexistente libro en las calles de Santiago. Escenario contrastante en el que tus ansias no menguan un ápice por la ignorancia que te recibe en cada lugar. Porque no buscás letras. Buscás lo que busca quien querés. Lo que quiere quien querés. Que es como buscar un poco su amor, como el que plagia un libro para que la muchacha le quiera (la muchacha le ayudaría a que fuera editado en Santiago de Chile y el destino lo llevaría, víctima del moho y del tiempo, a una librería de viejo de la capital de otro país con orígenes e historias más o menos discutibles, cerca de la casa de un escritor ciego, para que siguiera los fortuitos devenires de la vida de libro que le habría tocado vivir). De la misma manera escribirías La historia del amor de un tal Zvi Litvinoff (¿creés que no alcancé a oír el rasguido del papel cuando, dormido, simulabas no escuchar para que yo repitiera -y vos pudieras anotar- un nombre tan difícil?) para mí, como si no fuera tuyo. Del mismo modo que pintarías un Riltse, después de desconcertar a más de uno en galerías de arte. ¿O me equivoco?
* [email protected](Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux