CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Mezquino con las palabras, dándome sólo un "hola" meditado, sin tocarme, así volvió Germán del viaje a Río; y sin tocarme, tres días después se lo llevó la ambulancia. Eso no se hace, obligarme a enterrar su cuerpo, a destiempo y con cuentas pendientes, y obligarme a enterrar la historia personal de una, la de la generación de una, la de ambos.
¿Qué pasó en ese viaje? Sepultarlo pero también practicarle una autopsia. Bisturí en mano reviso su diario de viaje, en realidad, la libretita donde reseña "día tal..." y lo inicia con la marca al rojo que le da algún detalle ("el cielo orina"). Hojeando superficialmente, aparece el agujero de cuatro páginas mudas, encaprichadas en hacer un hueco de sus últimas jornadas en Río de Janeiro, él que no dejaba días en blanco por ese "horror al vacío" del que se burlaba sólo en apariencia, puesto que implicaba lo que implicaba para ambos. Y sé que esas cuatro hojas se hallan repletas de escritura, aunque desconozca en qué lugar puso sus signos Germán, dónde, y por qué me los sustrae.
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Una disección sin guantes, "neumonía lo de su esposo, no le busque cinco patas al gato", "un virus, señora", "para qué complicarse la vida si podemos darle ese diagnóstico preciso", confórmese con los datos de la realidad, señora. Pero volvió muerto de ese viaje.
En Río le dieron mareos al entrar a la recepción del hotel, se mareó al bajar para el primer desayuno, vaya locuacidad la de su cuerpo, hablaba todo el tiempo sin que le entendiéramos el idioma. Practico una autopsia sobre un maniquí relleno de estopa: la última página escrita después de las cuatro vacías, no tiene tripas, sangre ni pesadillas. Sólo números para que cualquiera los lea, hasta yo. "Tomo vuelo de las 12,30. El "shuttle" sale cinco reales. En aeropuerto, tasa de 20 dólares no incluidos. Tarjeta telefónica, 10 reales".
No sabía que, a su regreso, cuando Germán abría la puerta y saludaba con el esqueleto del "hola", pasando de largo sin tocarme, ya estaba muerto. Tuve que esperar un par de días para que me enteraran la escenografía de sirenas de ambulancias, hombres vestidos de doctores y voces catedráticas sentenciando "neumonía, señora". No le busque dos ojos al tuerto, señora, para qué darle vueltas al asunto, neumonía, diagnóstico pesado y medido en balanza digital.
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Desmañadamente, logro precisar la contraseña de su correo electrónico, anotada en un papel por si se presentaba la necesidad. "Jaquemate". Entre los mails recibidos, del montón de basura, extraigo el primer renglón que él escribe para aquellas páginas en blanco, por medio de la mano de un desconocido: "Germán, no te juzgues por lo que hiciste. No estabas en tus cabales, entendelo. Y escribime, ya empiezo a preocuparme. T", T empieza a preocuparse, y en castellano, no en portugués. En castellano, como yo. Así que este T atrapó a Germán en lo que él más ocultaba. O se dejó atrapar. Germán, vulnerable, apareciendo un martes, a medianoche, en una isla del Paraná sin idea de cómo llegó allí o qué pasó en del paréntesis, ("estoy frente a un café en calle Córdoba y al minuto siguiente me encuentro rodeado de agua, descalzo"), aterrado por lo que había dentro de todos esos paréntesis que se iban abriendo, Germán sobre un camión rumbo a Formosa, Germán deambulando por los campos, cerca de Firmat, con cortaduras en las muñecas, Germán en el cementerio de Pérez, de madrugada, "¿qué puede haber, tonto? son ausencias ambulatorias, les pasa a tantos", "¿me lo garantizás?", "te lo firmo como a un pagaré en blanco", aunque me telefonearan de Resistencia y él tiritara en un hotel, desnudo y sin documentos, "no sé qué hago aquí", vulnerable, apto para comprar conejos de cualquier galera, "¿quién sabe las que me mando, Amanda, en esos lapsus?", "Pero, ¿qué te creés que vas a hacer?". Más bien, qué le podían sacar, cómo herirlo. Y nos rearmábamos en esa alianza difícil, de miedos, insegura. "¿Tomaste tus pastillas, Germán?" y esa desolación en una respuesta que se limitaba al escueto "sí", sin que hubiera pastillas que pudieran lidiar con lo que él no podía manejar; los terremotos duraban instantes, con heridos y víctimas. Como Liliana. Liliana entendió, las circunstancias, el error, le pagamos el viaje de vuelta a La Pampa, la suma que cobró el ginecólogo por la intervención que borró la memoria de su útero. Nunca más mencionamos a Liliana. Nos rearmábamos, poníamos parches. Pero en el viaje a Río, algo singular ocurrió para que Germán quebrara unilateralmente ese pacto, y me excluyera de él. "T" atrapó a mi pobre pez fuera del agua, le calzó el pie en el vientre, dejándolo sin aire, boqueando. Miento, fragúo una respuesta al mail del intruso: "OK, no estaba en mis cabales. Desde tan lejos, las cosas se ven menos pesimistas, gracias. Germán". Quiero alejarlo, alejar a T.
"No sabés" (se hundía en su oscuridad) y yo "claro que no sé", y lo ayudaba a armar calendarios, itinerarios, a que todos los días quedaran montados y erguidos como construcciones visibles e iluminadas. No para que esta "T", (Teresa, completa la mujer) me siga escribiendo, dándome muestras como si fueran pruebas, forzándome a una lectura retrospectiva de nuestra vida, un revisionismo injusto, amontonando precisiones, datos, perspectivas de lo que Germán hizo fuera de sus cabales, cada vez. Eso no. Cómo otra persona va a sacar de su puño lo que vocea como mi propia vida. Eso no lo acepto. Sé que en algún lugar Germán colgó lo sucedido en esos cuatro días, cuatro días que no pueden ser una clave que abra cierta caja fuerte secreta y definitiva y selle el testamento que es crónica, y relato y punto final de mi existencia. Escribime, Germán, escribime, necesito que me escribas. No hay otra manera de atajar a Teresa. Que me escribas.
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