Jue 08.02.2007
rosario

CONTRATAPA

Ultima noche en Venecia

› Por Roberto Lobos *

No había luz. No había otra iluminación que las de las velas que se escapaban por las ventanas de las casas vecinas. No había ruidos. No había otros sonidos más que los de las aguas golpeando mansas contra paredes y muelles. Cualquier expresión podía presentirse como esas prestidigitaciones de los magos delante de la nariz pero imposibles de descubrir.

No he podido olvidarte dijo ella casi en un susurro a la luz de la luna. Mis piernas temblaron bajo los pantalones de gasa blanca y una mueca de sonrisa se me dibujó en los labios. Hablaba. Hablaba y la suponía al borde del llanto.

No me mires más de ese modo se apuró a decirme. Le hice caso y desvié la mirada hacia el fondo del canal. La oscuridad ganaba todo el paisaje que se podía adivinar gracias a los destellos de pabilos que se resistían al viento del verano dibujando un tenue laberinto de húmeda consternación.

No he podido olvidarte me repitió. Han pasado siete años desde aquel cambio de centuria y los presagios que nos leyera aquella gitana en un apartado del viejo mercado. Ella tuvo razón sin saberlo. Era ciega y nos tocaba la cara con las manos para desgranar de a una sus profecías. Se van a separar pero nos les puedo asegurar cuándo dijo. Y no se equivocó.

Te perdí el rastro. Desapareciste. Bolonia no es Venecia intenté agregar. Ella no escuchaba. Yo mismo no me escuchaba balbuceando palabras que sólo sonaban a simples excusas. Bolonia no es Venecia repetí sin convicción y, por fin, la miré a los ojos. No había lágrimas. No había otro reflejo más que el frío brillo de sus pupilas frente a mi cara.

He llorado demasiadas noches frente al palacio de los duques. Góndolas y galerías no me cobijaban cada vez que te recordaba y mis muslos no han superado los temblores de tus dedos bajo estas faldas. No ha habido más noches largas. No han vuelto los días sin sombras. Basta, no me sigas mirando a los ojos me imploró. Y cumplí de nuevo.

Levanté la vista hacia el cielo y vi que empezaba a cubrirse de nubes. La luna en cuarto menguante aparecía algo más escondida que hasta un rato antes y no pude evitar pensar en la gitana ciega. Caminé unos pocos pasos hasta el borde del muelle y abrí los brazos acaso para abrazar Venecia en un único e iluso movimiento. Nunca lo supe pero quizás quería abrazarla también a ella. No podía. Definitivamente no me abundaban las espontáneas muestras de afecto.

Ella comenzó a acercarse sigilosamente por la espalda. Podía presentirla por el ritmo de su respiración. Recordaba, para qué negarlo, aquella mezcla de agitación y gemidos en mis oídos. Estaba desnuda. Me tomó por los hombros y sentí un fino ardor en el cuello.

Caí sobre el suelo de madera con la camisa ensangrentada y entonces pude ver la hoja de metal brillando entre sus manos. Ella estaba parada a mi lado y se agachó para decirme las últimas palabras que alcancé a escucharle como una breve despedida y luego esfumarse en la fugacidad de la noche: Bolonia no es Venecia.

Bolonia no es Venecia repetí nuevamente antes de cerrar los ojos.

Y cayó el telón.

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