CONTRATAPA
› Por Adrián Abonizio
desde La Habana
Lo primero que te recibe en el Aeropuerto José Martí es olor a sopa. Pisos de pinotea plástica, una manga gastada y un free shopp raquítico. ¿Qué tiene de inconfundible el sitio? que es auténtico y se distingue en forma, color y contenido de cualquier otro. Abel es espigado, solemne pero sabe sonreír. Es el guía asignado para llevarnos hasta el Riviera Hotel, "un sitio cálido con la elegancia de los años 50", aclara y nombra señalando didácticamente el Ministerio de las Fuerzas Armadas, donde
"está Raúl" refiriéndose familiarmente al hermano de Fidel. Habla de Kirchner como de un amigo, mientras por el barrio Boyeros relampaguean los carteles donde asoma el ícono rastafari de Camilo Cienfuegos y una frase gigante que reza: "Temperamento, Audacia, Ingenio" junto a otro que habla que "el siniestro plan Bush nos va a dejar sin casas". Mas allá una fila de morochos esperando la guagua bajo las palmeras.
"La gente que llega tal vez se haga mucha expectativa de lo que verá. Lo sentimos", se disculpa el mozo envarado y kafkiano que sirve un café denso como el petróleo. Se exporta la revolución y se importan turistas que llegan al circo para espiar al fantasma en una arena de la que ya no queda nada, solo caras cansadas, autos viejos con cuatro colores de chapas diferentes y una esperanza renovadora que podría evitar los balseros, el maquillaje, la chuchería a costo de besos, la harina en cuotas y un porvenir similar, un contrasentido mágico entre libertad vigilada y sometimiento externo. El único pecado cubano parece ser la pretensión de querer ser independientes. Solo por ello son el demonio del mundo liberal. El que hemos vestido de ropaje estrafalario a precio infame. "Ojo que vengo de un país peligroso: tuvimos al riojano, no se si les alcanzó", le digo a uno que se ha puesto a fumar conmigo. Evito decir su apellido explicando el argot de la palabra "mufa" y mencionando aquello de "lamebotas" en boca de Fidel. "Ah, pero este de ahora es mejor" dice, sin condescendencia alguna. Le explico de lo obsceno de mi tierra donde gente muy parecida a mí, cena lo que han dejado en conteiners. "Cenan afuera", digo sonriendo. "Ah, conteinel", repite mal, creyendo erróneamente que denomino a esos cubos de mierda como sitios, edificios donde los pobres decentemente se habrían de alimentar. Cuando le aclaro el equívoco ya cambia de tema. "Hay un frente frío enorme", dice, abarcativo -eso que el denomina como un traspié helado son los 25 grados que hace-.
Las 19 en La Habana y soy un cronista que desde el piso 9 tiene la fortuna de literaturizar el viaje en donde he sido enviado para la Feria Internacional del Libro. Es el primer día, mis horas iniciáticas sobre tierra donde se ha vertido sangre a cambio de logros. Que tenga luces y sombras como este atardecer sobre una ciudad antigua y oteando un mar que de turquesa pasó a gris, resulta tan singular y exacto como intuir que puedo equivocarme acerca de lo que vi y presiento.
Con el lento discurrir de las horas en la isla comprobaré cuanto de cierto es lo que parece y cuanto de no habrá en las presunciones. "Chicas a la habitación no se puede señol", se anticipa el botones. "Se equivoca, mi amigo, a mi me gustan los hombres", le retruco. "En ese caso solo un rato y de charla", contesta serio y recibe con gracia suprema unas monedas de propina que le doy, pues compruebo su acostumbramiento a las sobras del turismo, al como sobrevivir en esta Babel donde con un puñado de dólares podrá comprarse desde un desodorante a zapatos nuevos.
En eso nos parecemos: hace mucho que no hago gastos suntuarios y por ahora no como de la basura. "Nunca es tarde, seniol", replica con un existencialismo más tanguero que Discépolo.
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