CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo *
Sé que durante mucho tiempo oíste en la oscuridad de tu cuarto, voces que decían "odiamos la sombra de tus pájaros. Odiamos la flor morbosa del gladiolo". Qué podías hacer. Cansarte de ciertas ideas. Cansarte de los emisores de esas ideas era simplemente una posibilidad. Tempranamente tus piernas perdieron el camino de las piernas buenas.
Aquella tarde en que la mala noticia de tu desobediencia se empezó a divulgar con murmullos negros por toda la casa, cerraron la puerta de tu habitación y no gritaste. Para qué. No iba a ser la primera vez que te dejaban sola con Dios, y por compromiso te agachaste para besarle los zapatos. Nada más. Podrías haber degollado tus muñecas. Podrías haberle hablado amorosamente a las paredes, pero tuviste un gran acto de sobriedad y es justo que lo aceptes.
Habrías podido estudiar química durante muchos años para no escribir. Para no perder tanto tiempo inútilmente. Si hubieras hecho caso, no escribir te habría parecido natural. Tu suplicio no sería entonces de los peores a los que puede estar condenado un afligido: ser feliz. Perder tanto tiempo en algo que no sirve y que sin embargo te hace tan feliz, es tu idea actual de vos misma.
Cuando te encerraban a solas con Dios, para castigarte, habrías podido darle un empujón y dejarlo tullido para el resto de su existencia. Pero nunca te gustaron los enviones ni las reacciones obvias y otra vez elegiste la discreción de tu silencio. Adivino en todo esto el origen de tu serenidad. Como cuando tiempo atrás elegiste no cerrar los ojos ante la muerte de tu padre. Dios no andaba por la casa en esas tardes en que escuchabas sus gritos de dolor. El Creador ejercía su paciencia universal por los cielos inmensos mientras vos apuntalabas con temblores, uno por uno tus seis años. La pena es como una lluvia suave que no cesa.
Yo me acuerdo. Venías de tan lejos cuando la tarde se movía como un barco. En tu habitación primero aprendiste a decirle adiós a tu padre y luego, a darle la bienvenida a la soledad. A partir de entonces te negaste a llevarle el almuerzo a Dios y los castigos se multiplicaron. Vivías a salvo adentro de tu cuarto. Por la ventana veías a Dios repartir caramelos a los niños obedientes. Los caramelos te daban asco.
Ahora, por suerte, Dios ya está muerto. No sobrevivió a tu golpe y vos estás aquí por la valentía de tus actos. A él lo lloró la gente venerable. Pero no hay muerte que no mate ni memoria que olvide. Los silencios son demonios de los ríos y de las fuentes y de las niñas que infunden un terror inexplicable.
Tu crimen fue perfecto. Mataste a Dios pero no encontraron tus huellas digitales. No hubo noticia en los periódicos. La criminalidad infantil es inmemorial e infalible. Se mete adentro del propio organismo.
Las penitencias se multiplicaban pero vos ya no tenías nada que ver con las jaulas ni con el mundo. Crecías día tras días, años tras años sobrellevando cada vez un castigo nuevo en la oscuridad de tu calma. El mundo en el que te querían hacer entrar quedaba lejos.
Aquellas mañanas en que tu soledad se dedicaba a crecer con dulzuras y suplicios, ibas aprendiendo de su boca el idioma de la desolación. Ella, para engañarte te decía la verdad y la verdad nunca era muy distinta de la mentira.
Tenías miedo de vivir en esa casa. Tenías miedo de no vivir en esa casa. Así era tu corazón. Perdido. No tenía la menor perspectiva. Aún hoy sigue teniendo muy distorsionada la visión de las cosas. No podrás borrar nunca esa mancha de su naturaleza. Limpiar la naturaleza de un corazón puede intentarse de cincuenta maneras diferentes, pero me parece que no es sino el misterio de ese corazón. Un corazón es algo peligroso. Sin su mancha podría condenarnos a la muerte.
Hasta que los años te trajeron el deseo de salvarte. Ya se habían agotado los botes de salvataje y el barco se ladeaba hacia la izquierda. Entonces fuiste tu propio caballo. Fuiste las alas de tu propio caballo. La realidad de tu huída. Ya no pensaste que ese mal modo de hablar de vos era una horrible forma de amarte.
El caballo y el crimen te llevaron a la escritura. A las palabras nadie las adopta. Son aprendizaje de una enseñanza desconocida. No todo lo escrito has pronunciado.
Allá ibas, para mayor inseguridad, atravesando la línea obstinadamente curva del horizonte. Allá ibas empolvada, lumínica, circundante. Al mirarte, yo no presentía nada. Pero de pronto brotaban en mi mente muchedumbres inmensas. Un millón, dos millones de ángeles corriendo a una niña extraviada. La imaginación te ardía como una mecha y me lo hacías ver. Desmelenada y sollozante, la niña se deshacía en el polvo del camino. Los ángeles quedaban boquiabiertos ante el no de la niña. Pero ellos ignoraban hasta qué punto ese desaire podía influir en la muerte de una estructura celeste.
Sobre tu caballo, siempre supiste lanzarte verticalmente al espacio de las palabras. Hoy, muchos no saben que hasta el mare mágnum de tu escritura es algo preciso. Riguroso como el álgebra. Tus palabras son ideas del tumulto del mundo.
Con una cuchara de palo podrías beber el ron de los desesperados. Podrías comerte los ojos de la noche. Y no por ello tu conciencia reflexiva dejaría de llevarte a acontecimientos más claros.
Cuando escribís, todo se retuerce, se infla, temblequea. A veces no te importa nada y te quedás detrás del horizonte revoloteando alrededor del sol. Quién pudiera entonces comprenderte. No todo lo que tu pluma dice es recomendable, o cierto, o inteligible. Pero es útil para tu inutilidad. Es cuerdo para tu locura. ¿Por qué los estudios de biología podrían haber hecho de vos algo más provechoso? Lo primero que pienso es que las fórmulas químicas te darían por resultado ciencias imaginantes.
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